jueves, 18 de octubre de 2012

Amor a tres bandas.


Amor a tres bandas.
Escuchó un leve tintineo metálico en la puerta y supo de antemano que era ella regresando a casa, como todas las tardes. Sintió una contenida alegría y notó que su respiración se agitaba súbitamente pero trató de esconder su involuntaria reacción. La escuchó entrar y cerrar la puerta tras de si, guardar las llaves en su espacioso bolso de piel y dejarlo en el mueble del hall, mientras colgaba su abrigo en el perchero. Un golpecito con sabor a latón delató que también había llevado un previsor paraguas que ahora depositaba, no sin antes haberlo sacudido. Ella entró en el salón y le saludó cariñosamente pero él apenas hizo gesto alguno, la miró y continuó con su normal actividad a aquellas horas: dormitar en su sofá favorito. Ella taconeó hasta el zapatero donde se enfundó unas cómodas zapatillas que no albergaban ni un gramo de glamour pero parecían muy cómodas; acto seguido fue hasta la habitación, se sentó en el borde de la cama y, con tanta destreza como sutil erotismo, se quitó las medias y el vestido, enfundándose en un vaquero de algodón azul combinado con una divertida camiseta blanca que tenía desde su época en la universidad. Se incorporó y se fue a sentar a su lado en el salón, no sin antes dejar las medias en el cesto de mimbre del baño, se desplomó en gesto exagerado y su mano se quedó a escasos centímetros de él pero sin llegar a rozarlo.
De unos meses a esta parte apenas se rozaban, lejos estaba la primera temporada donde las muestras de cariño eran evidentes, incluso excesivas, propias de las carantoñas que se le hacen a un recién nacido. Él estaba seguro de saber a qué se debía ese enfriamiento: el distanciamiento había coincidido con varias señales inequívocas de que el corazón de Teresa ya no le pertenecía, al menos, no en exclusiva. De un tiempo para acá ella recibía llamadas a deshora que la hacían sonreír cuando descubría el autor, también hacía unas semanas que se arreglaba delante del espejo más de lo que era habitual en ella, incluso comparando varios estilos de ropa antes de decidirse por alguno y en otras ocasiones, mientras estaban de noche viendo alguna película, una sutil vibración procedente de su móvil alertaba sobre la llegada de algún mensaje que no tardaba en leer sin preocuparse de disimularlo, luego le solía obsequiar con una sonrisa y continuaba viendo la televisión sin mayor remordimiento. No hacía falta ser un genio para saber que había otro amor en su vida.
De todos modos su amor por ella era tan enorme que a pesar de saberse relegado a una posición secundaria era consciente de que jamás podría dejar de quererla. No podría olvidar nunca lo primero que le llamó la atención: su franca sonrisa. Era una sonrisa magnética y sincera capaz de iluminar toda una estancia cuando la dejaba asomar entre sus cuidados dientes. Su voz también era muy especial, con una mezcla de cariño y autoridad que la hacía irresistible, Lo desarmaba su risa espontánea o esa costumbre que tenía de colocarse el pelo tras la oreja cuando leía . Sabía que, por muchos años que pasasen o por mucho que se enfriasen las cosas entre ellos, jamás podría dejar de amarla hasta el punto de llegar a poner en peligro su vida para protegerla si fuera necesario. Ella había conseguido llenar su vida de felicidad y atenciones, se había preocupado por él cuando lo necesitó y lo había arropado cuando estuvo enfermo. Habían corrido al unísono por la playa, tumbándose en la arena cuando ella no podía aguantar su ritmo, en esas ocasiones la miraba, en silencio, intentando descifrar sus pensamientos y nunca lo conseguía, a veces bajaban simplemente al parque y paseaban juntos.
Bruscamente se incorporó del sillón mirándolo y se dirigió de nuevo al armario del calzado, sacó unos deportivos blancos que protegían de la lluvia y tomó del perchero un plumífero rojo. El inconfundible repiqueteo metálico de su correa hizo que su oreja izquierda se alzase con vida propia y permaneció atento durante un segundo, hasta que ella le gritó: ¡¡Vamos Byron, es la hora de tu paseo¡¡. Saltó feliz del sillón y esperó discretamente al lado de la puerta a que su ama le pusiese la correa. Definitivamente, jamás podría dejar de quererla.
                                                                                                                                                Para T.D.

viernes, 24 de febrero de 2012

El electricista III (Vázquez Pereira)


La acogida del Comisario Jefe fue todo lo escueta que la situación exigía: una bienvenida educada, llena de buenos deseos, de ofrecimiento de apoyo, de seguridad y confianza en su valía, todo ello condensado en un discurso de apenas treinta segundos. Él sostuvo su mirada mientras le estrechaba la mano y , con desgana, tomó asiento cuando su superior lo hizo en un cómodo sillón del modesto despacho; un cubículo sin ventanas y decorado con varias fotos de señores uniformados y algún que otro título que acreditaba la capacidad del titular del cargo, con un retrato del Rey Juan Carlos, que pedía a gritos una actualización, presidiendo la estancia por encima de un mástil con la bandera nacional. La actitud educada y ceremonial de su superior no indicaba ninguna emoción en particular, aunque estaba seguro que conocía las especiales circunstancias que le habían llevado a solicitar su traslado a la Comisaría Provincial. Una vez acabada la charla habitual en estos casos lo acompañó a su mesa y llegados allí se dirigió a los compañeros que se hallaban visiblemente atareados revisando papeles, consultando su ordenador o en animada charla entre ellos; Escuchad todos, este es vuestro nuevo compañero, Vázquez Pereira, se incorpora al departamento de Análisis de Inteligencia criminal , espero que le prestéis la máxima ayuda, sobre todo ahora, mientras se adapta. Vio que la mesa tenía varios montones de papeles esperando una mano amiga y deseándole suerte se alejó saludando cordialmente a otros compañeros.

La noche era desapacible, llovía con terquedad pero hacía calor. Habían estado en casa de su cuñado hasta después de las doce y la niña se había quedado ya dormida. Su cuñado insistió en que podían quedarse allí y por la mañana regresar a casa, luego de un sueño reparador, pero a él no le entusiasmaba el plan. De siempre prefería su cama para descansar y cuando formó una familia esta manía se acrecentó. Allí estaba en su propio reino, era su territorio y se sentía realmente cómodo. Parecía existir una complicidad implícita en su piso, llevaban siete años compartiéndolo y parecía haberse quedado pequeño con la llegada de Laura, su pequeña estrella, que pronto cumpliría el año y medio. Era increíble como la llegada de su hija le había cambiado la vida, fundamentalmente a nivel de prioridades. Ahora toda su vida se sometía al examen de preguntarse si era compatible con la cría; si quería quedar con alguien siempre tenía que valorar  si podría compaginarlo con su hija o quién se quedaría con ella, incluso a la hora de elegir muebles para casa, colores para las paredes o electrodomésticos que no resultaran peligrosos para los meses venideros cuando se incrementase la movilidad de la pequeña.

Bajo el sofisticado nombre de Análisis de Inteligencia Criminal se ocultaba un departamento que se limitaba a emitir informes sobre individuos con antecedentes criminales que ya habían pagado su deuda con la sociedad por delitos tales como pederastia, banda armada, incluso terrorismo o de “fichados” potencialmente peligrosos que se hallaban de paso en la zona , en otras ocasiones los avisos eran muy genéricos y no se llegaba a localizar la presencia de los individuos en cuestión. El Departamento lo formaban tres miembros que vieron con alivio su llegada ante la cantidad de trabajo acumulado que amenazaba con dejarles sin vacaciones de verano. El día de su incorporación solamente se encontraba allí Núñez, el más veterano y con quien ya había hablado por teléfono antes de decidirse a solicitar la plaza, que una vez desaparecido el Comisario depositó un café en la mesa y se presentó. Le puso al corriente de la rutina del trabajo y del cuadrante de turnos en el que ya figuraba su nombre y lo dejó para que se fuese adaptando a su puesto. No se demoró mucho en dominar los entresijos de su labor, bastante repetitiva y muy alejada de la imagen novelesca de investigación criminal. Al cabo de unos días ya parecía llevar años desarrollando esa función y empezó a curiosear por otros casos atrasados en el grupo de “pendientes”. Sabía que en una comisaría nunca se cerraba un caso sin resolver, cuando la investigación se quedaba sin acciones posibles o las pistas no conducían a una solución viable, pasaban a engrosar el montón de “pendientes” y con el paso de los meses a ser archivados en algún fichero cada vez más lejano y menos consultado. Luego de echarles un vistazo superficial no descubrió, en principio nada que no hubiera visto antes en otras comisarías, no obstante, al verlos con más detenimiento, le llamó la atención un caso del que había oído hablar en los medios nacionales: la desaparición de un menor en un parque. Ya habían pasado varios meses y se había quedado en vía muerta; ni los interrogatorios efectuados a familiares y vecinos ni las habituales investigaciones sobre pederastas fichados arrojó ningún resultado. Ahora había pasado a figurar en esa categoría de olvidados y, salvo la aparición de novedades trascendentales, ahí seguiría. Como en su labor diaria le sobraba tiempo, empezó a sumergirse en ese expediente con fruición, terminando por llevarse una copia a casa para repasar todos los detalles de la investigación y teniendo la esperanza de encontrar algo que se le hubiera pasado a los demás, algún detalle no valorado. No pasó nada de eso. Todo se había llevado bien y aún así no había señales del chaval, parecía que se lo hubiera tragado la tierra.

Belén, su mujer se recostó en el asiento del copiloto tras asegurar a su hija en la silla portabebés, le miró con cara de cansancio y le repitió que igual hubiera sido mejor plan haberse quedado ya que había sitio de sobras, aun sabiendo que la decisión ya estaba tomada de antemano. Él no le contestó, arrancó el coche y se puso a tararear la canción romántica que suave sonaba en el coche, antes que ella bajase más el volumen y acabara por apagar el reproductor, haciendo un gesto hacia la pequeña que dormía plácidamente. Apenas le quedaban un par de kilómetros para llegar a casa, cuando entrando en una curva vio unas luces que se abalanzaban sobre ellos, apenas tuvo tiempo de dar un brusco volantazo que no fue suficiente para evitar el brutal impacto. El estruendo metálico fue inmediato y una punzada dolorosa en su frente le acarició durante el segundo antes de perder el conocimiento. Se despertó tres días después en una habitación blanca y azul sin ventanas, notando que alguien le cogía la mano y le hablaba aunque sin saber qué le intentaban decir.

Cuando ya estaba por darse por vencido en el caso de la desaparición del menor, se le ocurrió que podría contrastar los datos de los fichados por delitos sexuales que se encontrasen en la ciudad en el momento de la desaparición; cualquiera que tuviera algún antecedente similar o incluso que hubiera sido denunciado por abuso o acoso sexual. Podría centrarse en ellos y ver si esa estrategia lo conducía a algún lado, no podría haber más de quince o veinte. Esa línea de investigación no se siguió con verdadero interés ya que la mayoría de pesquisas se enfocaron al entorno familiar del chiquillo por orden del Inspector encargado del caso que vio en un familiar enemistado y con carácter violento al posible responsable, aunque esa sospecha no se plasmó en resultados palpables. Tras la pesada labor de enfrentar los datos manualmente, llegó a la conclusión que tenía tres posibles candidatos: todos tenían antecedentes de tipo sexual, residían en la ciudad en la fecha de la desaparición y parecían no haber seguido ninguna clase de terapia para su rehabilitación. Los dos primeros fueron descartados cuando comprobó que ya se les había investigado y tenían coartadas sólidas, pero le llamó poderosamente la atención que el tercero no había sido investigado. Que fuera menor cuando lo había cometido sin duda había ayudado a que no se le tuviera en cuenta ya que la ley ordena que no se contabilicen los delitos cometidos antes de la edad adulta en los expedientes. Pero a él le parecía un punto de partida y se puso a estudiar al sujeto. Se trataba de un hombre joven, vivía solo, tenía ingresos regulares y un horario flexible. Realmente cuanto más lo valoraba más creía que podía encajar en el perfil que estaba buscando. Lo empezó a seguir durante varios días sin descubrir rutinas sospechosas por lo que se decidió a echar un vistazo en su casa aprovechando alguna de las numerosas ausencias del individuo en cuestión.

Le costó un buen rato entender que había pasado varios días en estado de coma inducido a pesar de las pacientes explicaciones del médico pero tardó menos en presentir lo que le había sucedido a su esposa y a su pequeña. La mirada de su madre cuando entró en la habitación y cómo le temblaban las manos lo alarmó. La alarma se convirtió en seguridad cuando preguntó abiertamente a su cuñado y éste, tras titubear un segundo, respondió con un tópico. Su mundo se derrumbó, notó al instante que un velo cubría sus ojos y una cuchilla interminable le desgarraba el pecho, se sintió caer mientras permanecía tumbado y en ese instante quiso morir, mejor dicho, le parecía estúpido seguir viviendo, seguir en solitario. Sabía que su vida nunca podría rehacerse, le arrebataron lo que tenía y todo lo que podría llegar a tener; nunca vería crecer a su hija, no podría volver a abrazarla, a mirarla entre sus brazos cuando se quedaba dormida con expresión de plena confianza y seguridad mientras besaba sus párpados. Sus ojos se inundaban al pensarlo y se sentía tan culpable mientras los porqués se le amontonaban en la casilla de salida a sabiendas que no tendría nunca la oportunidad de preguntarlos. Lo habían derrotado. Su corta convalecencia solamente le sirvió para comprobar que debía cambiar de aires, todo le recordaba a su pasado y así era imposible rehacerse. Su trabajo le supuso un salvavidas al que aferrarse para seguir respirando y para levantarse de cama todas las mañanas. Decidió pedir el traslado y ver si la vida le permitía recuperar el aliento o si , en verdad, su existencia había acabado en aquella carretera junto con los únicos amores de su vida.

Cuando vio marchar al sospechoso esperó unos minutos y cruzó el pequeño portal que cumplía una función más estética que defensiva. Un rápido vistazo al exterior y encontró una ventana que no estaba herméticamente cerrada, circunstancia que aprovechó para colarse en la vivienda. Recorrió con precaución la casa, no por temor a un encuentro no deseado, sino más bien por no alterar en nada el escenario y dejar todo inalterado si las sospechas no fructificaban. No encontró nada en los pisos superiores por lo que descendió al sótano. Allí la cosa cambió: se encontró una zona de herramientas, adhesivos, planchas de madera cortadas y demás utensilios para bricolaje, y una puerta con un candado. Su pulso se aceleró, golpeó suavemente la puerta con un nudillo esforzándose por captar alguna respuesta pero no consiguió oír nada; un vistazo a la mesa de trabajo le mostró un llavero colgado de una alcayata junto a la lavadora, lo alcanzó y se dispuso a probar suerte con el candado. A la primera acertó con la llave, descolgó el candado y empujó la puerta. Quedó un instante en silencio pero no alcanzó a percibir ningún sonido por lo que avanzó entre la penumbra reinante. Descubrió una puerta de una habitación y la abrió. Lo que allí descubrió le sorprendió: una cama perfectamente hecha, un taburete …y nada más. Sin duda había llegado demasiado pronto o demasiado tarde a la guarida del monstruo, se dijo. Dejando todo como lo había encontrado, volvió a cerrar el candado y a dejar el llavero en su sitio, al lado de un montón de ropa sucia donde destacaba el uniforme de Correos y se deslizó fuera de la casa con sensaciones contradictorias.

lunes, 13 de febrero de 2012

El Electricista ( Episodio II )


Escuchó el estruendo que hacía la puerta de acceso a su cárcel al cerrarla su captor y se quedó en silencio; oía al otro niño que seguía gimoteando, había tratado de hablarle, de tranquilizarle, pero solamente tras largos ratos de charla había conseguido que se calmase momentáneamente para volver a caer en un desconsolado llanto minutos más tarde. Lo habían traído hace ocho días y la primera noche no había emitido sonido alguno, por lo que había llegado a pensar que el alboroto hecho por su carcelero en la habitación contigua se trataba de algún movimiento de mobiliario u otra actividad desconocida para él. Pero los gritos del crío llamando a su madre lo habían despertado a la mañana siguiente y comprendió que debió de llegar dormido o quizá drogado. Trató de hablarle, buscando encontrar un aliado para salir de aquella situación, pero el vecino forzoso era demasiado joven para poder ayudarle y pasaba el tiempo entre sollozos o entregado al sueño, parecía que no se fiaba de la voz infantil que le llegaba del cuarto cercano y no solía contestarle o cuando rara vez lo hacía, no siempre parecía coherente así que en un par de días desistió de su empeño por sumarle a la causa y se limitó a tranquilizarlo; incluso perdió la esperanza de que le informase sobre el exterior, si sabía algo de su desaparición o si lo buscaban, o si sus padres habían hecho carteles con su foto, no pudo enterarse que su caso había sido rabiosa actualidad durante los primeros dos meses y ahora había caído en un injusto olvido al no tener nuevas líneas de investigación y una vez que las pesquisas e interrogatorios realizados no habían arrojado ninguna luz sobre su paradero. El empuje de nuevos acontecimientos había ido quitándole protagonismo a su caso hasta dejarlo como una noticia recurrente conforme iban cumpliéndose plazos desde su desaparición. Los medios más amarillistas, en su afán por atraer audiencia a costa de sacrificar principios éticos, habían llegado a consultar con una médium de sobrada popularidad y discutible acierto sobre su paradero y sobre la implicación de su familia en la desaparición. La pitonisa, tras una parafernalia ridícula, emitió entre sonidos guturales el resultado obtenido de  su conexión con un ente poderoso que le desveló infinidad de detalles genéricos y que no aportaban absolutamente nada nuevo al caso y también otra serie de insinuaciones lo suficientemente vagas para no poder ser llevada ante los tribunales por difamación y que en el futuro se podrían interpretar como aciertos sea cual fuere el desenlace del caso. No, no tenía forma de saber todo esto y sustentaba sus esperanzas en una inquebrantable fe en sus padres y en pensar que no lo dejarían caer en el olvido y seguirían buscándolo.
 Había pasado los primeros días envuelto en un pánico atroz que lo paralizaba y que no le dejaba ni dormir ni apenas comer; el tiempo parecía haberse detenido y solamente tenía noción del mismo por la claridad que arrojaba un pequeño tragaluz cubierto por una malla en la parte superior de su habitación y su aplastante soledad era disipada únicamente por la visita de su captor, que le solía hablar con una inquietante amabilidad y cercanía, como buscando su amistad. Al segundo día comprobó que esa amabilidad podía tornarse en violencia si no acataba sus órdenes, la lección le costó una bofetada sonora y dolorosa que lo dejó bloqueado durante varios minutos y un zumbido en el oído izquierdo de idéntica duración. El hombre que lo retenía solía ser silencioso y sumamente cuidadoso, tenía costumbres que no alcanzaba a entender: una noche, al poco de llegar a su lugar de cautiverio, se había despertado sobresaltado por un ruido sordo pero cercano y un escalofrío intenso recorrió toda su espalda cuando descubrió qué lo producía: en la penumbra, su secuestrador estaba sentado en el taburete de la estancia con la cabeza entre sus manos emitiendo unos gemidos lastimeros y apenas audibles con la mirada fija en el chiquillo. Este inquietante comportamiento duró lo que le parecieron unos quince minutos, luego se puso en pie, se limpió con el dorso de la mano las lágrimas y tan silenciosamente como había llegado se marchó. Él ya no pudo dormir esa noche.
Con el paso de los días intentó encontrar algún medio de salir de allí, pero no pudo planear nada con un mínimo de posibilidades de éxito. El hombre siempre cerraba la puerta tras de sí cuando bajaba a visitarlo guardándose la llave en su bolsillo, esto lo llevó a dirigir sus miradas al tragaluz. Estaba muy alto y le costaría trabajo incluso comprobar la  firmeza de la malla metálica, pero no se le ocurrió ninguna opción mejor. Se dispuso a intentarlo al día siguiente cuando el hombre se fuera tras traerles el desayuno; lo escuchaba arrancar el coche e irse casi todas las mañanas y normalmente tardaba varias horas en regresar. La rutina se cumplió y a la mañana, tras la visita de rigor, escuchó cómo arrancaba el coche y se ponía en marcha; no perdió más tiempo, movió con mucho esfuerzo su catre hasta que quedó bajo el pequeño ventanuco y colocó el taburete encima del colchón, a continuación y haciendo un ejercicio de equilibrismo, fue incorporándose desde ahí y comprobó que alcanzaba con sus manos la tupida red metálica. Pudo ver que por fuera había un cristal con una esquina rota y le dio un vuelco al corazón. Se propuso despegar la malla y luego intentar subirse al pequeño alféizar. Desconocía que ambas tareas le resultarían imposibles a un niño de su edad y estatura, y menos en sus condiciones actuales. Dedicó un buen rato, pero consiguió despegar unos quince centímetros de malla tras varios períodos de trabajo y descanso ya que no aguantaba mucho tiempo en aquella postura. Estaba realmente excitado con los progresos que estaba obteniendo y parecía que por fin alguna esperanza podía albergar en su triste situación. Sabía que debía apurarse, ignoraba qué pasaría cuando el hombre volviese y se encontrase la malla suelta pero entendía que no sería nada bueno. No sería agradable, no, se repetía entre dientes mientras hurgaba con fuerza en las grapas metálicas que lentamente se iban soltando de su reborde. En esas estaba cuando escuchó el sonido de la puerta metálica de la entrada a la finca al abrirse lo dejó mudo y casi helado. Intentó ponerse de puntillas para ver qué ocurría fuera, pero como pasaban los minutos y no alcanzaba a vislumbrar ningún cambio decidió jugársela y se puso a gritar pidiendo auxilio. Tras más de media docena de gritos escuchó el inconfundible rumor de pasos acercarse a la ventana de su celda. Se trataba del cartero del barrio, que acercaba su cara de asombro al cristal roto, confundido e intrigado por el alboroto que de allí salía. El crío alcanzó a decir a gritos: Soy Jaime Jiménez García, soy Jaime Jiménez García…sáqueme de aquí, por favor, señor, soy Jaime Jiménez García. Era un grito lastimero que hizo que el funcionario diese un respingo hacia atrás, entre asustado y sorprendido. Tras unos segundos reaccionó y trató de tranquilizar al pequeño: está bien muchacho, no tengas miedo, le dijo.
Oyó como sus pasos se alejaban mientras cogía el teléfono móvil de su bolsillo, sintió sus fuerzas fallarle, se bajó del taburete, sentándose en su camastro no pudo evitar que  los ojos se le inundaron de lágrimas. Ya no pudo oír como su salvador se identificaba cuando le contestaron a su llamada ni como pronunciaba las frases siguientes: Vente para tu casa rápido; el mayor ha roto la malla y está dando gritos, menos mal que he pasado a devolverte las herramientas. Aquí te espero.

viernes, 3 de febrero de 2012

El Electricista ( Episodio I )

 Llevaba más de cuarenta minutos en aquella casa y no le transmitía buenas vibraciones. La casa reclamaba varias manos de pintura desde hacía al menos tres años y algunos arreglos exteriores eran evidentemente necesarios; casi parecía una casa abandonada o que se hubiera convertido en refugio de ocupas, los últimos años había habido algún caso en el barrio y eso tenía preocupados a los vecinos, algunos responsabilizaban a los ocupas del aumento de la delincuencia y la inseguridad que ahora se palpaba en unas calles otrora tranquilas y familiares. En alguna reunión vecinal reciente habían incluso surgido propuestas de patrulla urbana y similares, que él no había apoyado pero tampoco se había postulado en contra, creía que debía apoyar siempre lo que la comunidad demandaba y ayudar en lo que pudiera. Un robo en la zona, la presencia de extraños merodeando o la desaparición de algún niño eran  hechos que habían ido en aumento los últimos meses y todos debían estar atentos, se había dicho en las reuniones. En cambio al llegar lo había recibido una amable señora que rondaría los cuarenta años y que llevaba una preciosa niña morena de unos cuatro en sus brazos. Le explicó que le habían llamado para revisar la instalación eléctrica de la entrada de la vivienda y obtener un presupuesto del coste de su reparación. Un primer vistazo le indicó que seguramente tendrían alguna llave rota y esto le hacia contacto, lo que provocaba que saltase el limitador y cortase el servicio para toda la casa, por lo que habían optado por tener esa fase desconectada. Se lo comunicó a la propietaria y le vaticinó un coste moderado por lo que ella aceptó el trabajo. Era cuestión de ir comprobando paso a paso, sin prisa, pensaba mientras inconscientemente tarareaba una canción que sonaba en la radio mientras venía hacia aquí; ese era realmente el secreto de su oficio: comprobación y seguridad, seguridad y comprobación . La electricidad era una herramienta muy poderosa y una gran aliada, pero también podía ser mortal, cualquier profesional del gremio tendría alguna historia trágica que sostuviese esa máxima, así que procuraba no tener nunca prisa cuando trabajaba, si una encarga no se podía acabar en una mañana , se seguía por la tarde, y si se veía que por la noche no daría rematado, pues se dejaba todo bien asegurado y se continuaba a la mañana siguiente. Los últimos meses estaba un poco sobrepasado por el trabajo y estaba valorando contratar a algún ayudante para poder atender todo los encargos que le iban surgiendo, a raíz de la crisis la gente optaba por intentar arreglar viejos sistemas de calefacción o de aire acondicionado en lugar de comprarse unos nuevos. Así que tenía su pequeño almacén casero desbordado de calderas y calefactores que debía revisar, limpiar y reparar antes de volverlas a colocar en su ubicación original. Otras veces atendía llamadas como la que le ocupaba ahora de pequeñas averías domésticas, siempre que fuesen en su barrio ya que podía desplazarse cómodamente de paso que hacía alguna compra para casa y el concepto por desplazamiento no engordaba la factura en demasía. Concentrado como se hallaba en su tarea tardó un rato en percatarse de la presencia de alguien que lo observaba calladamente, se trataba de la cría que había visto al llegar que apoyada sobre el marco de la puerta de la cocina lo estudiaba curiosa. Era una preciosidad, pensó. Le calculó unos cinco años y la saludó con una mano enguantada, lo que hizo que la chiquilla se escondiese pudorosamente. Le gustaban los niños, aunque los prefería de una edad un poco mayor, se dijo, cuando ya te entienden y te pueden contar sus cosas, como los míos, a esa edad son perfectos. Desde que, tras una larga agonía, había muerto su madre, con la que se hallaba muy unido desde siempre, solamente el trato con los chavales le había otorgado un poco de paz y de esperanza; pensaba que sin ellos su vida sería un interminable infierno de soledad. Reanudó su tarea de inmediato para poder acabar lo antes posible, aunque nunca lo hacía en menos de una hora para que los dueños no pusieran pegas a sus honorarios, sabía que si lo hacía muy rápido no le darían valor a su trabajo, y si tardaba en exceso sembraría desconfianza en su seriedad, gajes de los trabajos en presencia del cliente. Al acabar de solucionar la avería y de recoger con una pequeña escoba y un recogedor que llevaba en su cajita de herramientas, llamó a la señora que estaba viendo la tele en la cocina con su hija, que agarraba una muñeca de trapo con fuerza, en el regazo. Le dio la nota y le explicó someramente el trabajo realizado, la señora no protestó el importe y cogiendo un monedero le alargó unos billetes esperando pacientemente su cambio. Se despidió guiñándole un ojo a la niña de ojos enormes y salió de la casa entrando en su furgoneta.

Llegó a casa con las bolsas de la compra y las dejó encima de la mesa, traía dos pizzas congeladas para la cena de esa noche y también unos yogures de fresa que le gustarían a los niños. Luego de guardar todo en la cocina bajó al sótano donde sabía que los encontraría. Saludó primero al mayor, Jaime, que le devolvió el saludo con una mirada indiferente, “estos críos, ya se sabe “ pensó mientras sonaba una música suave en sus oídos. Comprobó que todo estaba en orden y se fue a buscar al segundo, su favorito. Hola Andrés le dijo, cómo te encuentras, se interesó. El niño levantó la vista, alzando también una mano para resguardarse de la luz que entraba por la puerta abierta y que deslumbraba debido a la penumbra de la estancia. Le pareció que temblaba un poco y comprobó que la temperatura del lugar era la correcta y que la calefacción funcionaba. Te encuentras mejor, inquirió de nuevo. El crío rompió a llorar y entre sollozos llamaba a su madre. No se lo tomó como un desprecio, llevaba poco tiempo separado de ella y es normal que la echase de menos; ya se le pasará, pensó. Hoy tenemos pizza para la cena, ya verás como eso te anima, le dijo. La noticia no pareció causar el efecto esperado en el crío que continuó entre sollozos mientras él se alejaba por el pasillo.

Jaime, el mayor, tenía casi once años y siempre había sido un niño reservado pero curioso, moderadamente obediente y tozudamente independiente; a pesar de las advertencias de su padre sobre la peligrosidad de ciertos hábitos seguía yendo a jugar al viejo parque donde no tenía que esperar turno para subirse a los columpios, algunas veces otros niños también se acercaban allí, aunque la mayoría de las ocasiones pasaba varias horas en completa soledad disfrutando de su fértil fantasía. Cuando, hace ya tres meses, aquel vecino le llamó desde su vehículo por su propio nombre preguntándole por su padre y le indicó que se acercase, no dudó. Esta confianza fue lo último que recuerda antes que fuera empujado violentamente dentro de la furgoneta de la pequeña empresa de electricidad, a partir de ese instante un miedo inmenso le acompaña y la esperanza que todo esto acabe pronto y pueda volver a ver a su familia.

 Cuando el electricista cerró la puerta que separaba la parte de la casa destinada a los niños con el candado que colgaba de su alcayata, constató que dejaba de oír los sordos sollozos al subir el volumen del hilo musical y  se subió a preparar la cena tarareando la canción que se le había metido en la cabeza.

miércoles, 25 de enero de 2012

el accidentado

El accidentado

Vaya mañanita que llevaba, pensó.Ya habían llegado cuatro urgencias desde que empezara su turno y todavía eran las doce y veinte de la mañana. Basta que uno no se encuentre muy católico para que no la dejen un ratito tranquila, se estaba repitiendo. Normalmente este turno era relativamente suave: algún accidente laboral, algún accidentado menor de tráfico que solía saldarse con algunos traumatismos que una vez examinados a fondo podían convertirse en alguna fractura o luxación y algún anciano que se había trastabillado en su casa dejándose hecha puré la cadera. En casi todos estos casos solamente se requería hacer las preguntas de rigor sobre alergias, antecedentes familiares o de enfermedades graves, tratamientos actuales, ponerle una vía al paciente, colocar alguna inmovilización y ayudarle al médico de urgencias a la exploración. Luego las hojas de tratamiento clínico que rellenaba el galeno ya le indicaban la medicación que debía proporcionar a cada cual. Además esta mañana sus hijas la vendrían a esperar a la puerta del hospital al acabar su turno para irse juntas para casa; su pequeña estaba de cumpleaños y había aprovechado el descanso del café para salir a comprarle un regalo y a la tarde fiesta con tarta en casa, pero antes tenía que telefonear sin falta a su abogado, el padre de las niñas llevaba más de seis meses sin dar señales de vida y por supuesto sin pasarle la pensión de manutención que le correspondía y tenía a los comprensivos señores del Banco Hipotecario amenazándola con “medidas de ejecución sobre su hipoteca”. Si cuando su ex-marido estaba cumpliendo con la pensión ya le costaba llegar a fin de mes, sin su aportación se veía incapaz de hacer frente a los pagos y además había tenido que llevar a Raquel, su hija pequeña, al tratamiento odontológico ya que habían descubierto que dos de sus incisivos superiores crecían en un sentido incorrecto, lo cual podía crearle muchos problemas para masticar e incluso pudiendo llegar a deformarle la cara a la cría; el tratamiento no estaba cubierto por su seguro por lo que tuvo que echar mano del dinero del fondo de urgencias y ni eso fue suficiente. No quería pensar mucho más allá, pero el porvenir se estaba complicando mucho, sospechaba que no le quedaría más remedio que hablar con sus padres y esperar que le hicieran un hueco en la casa familiar. En eso tenía su cabeza cuando recibieron la llamada en admisión de urgencias avisándoles de la llegada de al menos tres ambulancias procedentes de una colisión múltiple en la circunvalación Norte debido a la densa niebla que cubría esta mañana algunas zonas de la ciudad, parece ser que alguno de ellos venía en malas condiciones y no descartaban tener que derivar más pacientes a lo largo de la mañana, aunque ya serían de menor gravedad. Avisé al Director Médico del Centro y revisé varios boxes para comprobar que se hallaban en óptimas condiciones para recibir a los accidentados. Al cabo de unos pocos minutos llegó la primera ambulancia  con un individuo inconsciente de unos cuarenta años, policontusionado, lo pasaron a un box y procedí con el protocolo habitual en estos casos: Toma de tensión y tratar de cogerle una vía unos segundos antes que el médico de guardia de urgencias me lo gritase mientras se acababa su café. Una vez hecho, acudí al mostrador donde los portadores del lesionado cubrían los impresos de rigor y me informaban que desconocían la identidad del mismo. Que no portaba documentación y que solamente tenía una bolsa de viaje que habían abierto y parecía contener ropa , que en breve llegaría alguna patrulla de la Guardia Civil para proceder a instruir el atestado y ya se ocuparían ellos de los tramites de identificación y localización de familiares. Una vez dicho todo esto, y recogidos sus papeles se volvieron por donde habían venido mientras otra ambulancia traía dos accidentados leves, al parecer del mismo accidente y que mi compañera de turno se apresuró a acompañar. Salía el médico del box ordenando analíticas varias y la severa vigilancia del paciente, cuando sonó nuevamente el teléfono de urgencias y ante la ausencia del administrativo lo descolgué para descubrir que era la patrulla de la guardia civil; una vez confirmados los datos generales me advirtieron de que tuviéramos cuidado que se trataba del sospechoso de atraco a un banco y que huía cuando le sobrevino el accidente. Se ignoraba  si le acompañaba algún otro cómplice en el momento del robo y que podría ser peligroso, por lo que llegarían en unos minutos. Colgué y me dirigí al box a recoger las muestras de sangre para llevar al laboratorio y reparé en la bolsa del accidentado. Al cabo de unos minutos llegaron los guardias como habían anunciado, exigiendo ser llevados a presencia del accidentado y de sus efectos personales. El médico los acompañó mientras los ponía al corriente de su estado y pronóstico, ambos poco halagüeños. Y luego me ordenó que les llevase donde habíamos colocado los efectos personales del paciente. Allí los dejó mientras uno iba cantando y otro tomando nota: Un reloj, una mochila azul y blanca, con diversos objetos en su interior: varios guantes de látex, una chaqueta azul de lana y  dos pantys de señora…
En menos de diez minutos terminó mi turno y mis hijas ya se encontraban esperándome en la puerta de urgencias para bajar juntas a casa. Mi hija menor se sorprendió de  que su mochila nueva le parecía demasiado seria, y aún la enfurruñó más saber que no la dejaría llevarla colgada, ni siquiera inspeccionar bien hasta que llegáramos a casa, le indiqué que no era el lugar adecuado y que teníamos prisa.
Al día siguiente, en el trabajo no se hablaba de otra cosa, del accidentado y de su posterior traslado todavía sin recuperar la conciencia, de la huida del atraco, si había sido el causante del accidente o si había sido la niebla presente y para cada dato explicado había más de una versión, aunque lo que más sorprendía a casi todos era el detalle de que un hombretón como aquel llevase una mochila azul y blanca de Hello Kitty.



martes, 3 de enero de 2012

El ventanal

El ventanal

Había sobrepasado recientemente la treintena pero parecía que tuviera no más de veinticinco años. Su aspecto juvenil se debía, en parte, a la expresión risueña de su rostro. Esa dulzura en la mirada que hacía que uno pensase que se trataba de una veinteañera ajena a los problemas del mundo y no una profesora competente, una mujer madura y preparada. Solía vestir informal, con americanas y tejanos, por debajo solía llevar camisetas con alguna leyenda y, a veces, alguna camisa de marca, abierta y con los puños envolviendo los de la americana. Su cabello castaño le caía por debajo de los hombros y dedicaba bastante tiempo a su cuidado. Usaba gafas, habitualmente de pasta negra con un borde superior de color blanco que le daban un aspecto moderno; su piel era muy suave y un poco pálida, aunque lo disimulaba el maquillaje que, siempre en someras aplicaciones, utilizaba . Igualmente sencillos eran sus complementos: algún bolso grande, práctico, que podía transportar todo lo que pudiera necesitar un náufrago y un reloj negro de agujas con aire retro. Solía llevar algún cinturón grande que colgaba por encima de los pantalones y zapatos de suela baja o incluso deportivos, siempre cómodos para venir al trabajo. Sopló en la taza humeante y se acercó a la ventana por donde un sol incómodo se colaba en la estancia.
Él la observaba en silencio, mientras se servía el café recién hecho; eran los únicos que ahora se encontraban en la sala de profesores y todavía faltaba un rato para el comienzo de las clases. Solían venir antes para preparar sus cosas y fue así por lo que establecieron una relación afectuosa rápidamente. Recordaba nítidamente la primera vez que la vio entrar al principio del curso, tocó levemente en la puerta entreabierta con los nudillos mientras preguntaba por la Directora del Centro; al informarle que todavía no había llegado, ella se había presentado como Silvia Pérez, la nueva profesora de literatura española y le había ofrecido, resuelta, su mano. Tardó un segundo en reaccionar acudiendo a estrechársela , anunciarle que su nombre era Jacinto y que era el profesor de Química. Tuvo una grata primera impresión, aunque no se puede decir que cayese rendido a sus pies; nunca había sido un hombre de “flechazos”, quizá su naturaleza desconfiada o el bagaje acumulado de sinsabores y decepciones juveniles lo habían forjado distante y analítico; deformación profesional , solía decirse a si mismo. El caso es que en las semanas siguientes donde la observó con más detenimiento, procurando ser discreto en su atención ,notó como una atracción intensa crecía en su interior y en pocos días se reconoció profundamente enamorado. Le gustaba observarla cuando leía, ya que se la veía absorta, como transportada a otro mundo y repetía un gesto rítmicamente: acomodaba el pelo detrás de su oreja con su dedo índice, en un gesto involuntario pero encantador, creía él, o cuando estaba pensativa que solía morderse el labio inferior .Cuando fue consciente de su estado se sentó a valorar qué debía hacer, qué pasos debía dar. Era Jacinto un hombre poco agraciado físicamente, sus padres lo habían criado con muchos cuidados y con cierto aislamiento, procurándole siempre el máximo de protección ante cualquier peligro externo; estaba seguro que lo adoraban, y él, como hijo único siempre había estado a la altura de las circunstancias. Eran sus padres de constitución fuerte, incluso rayando la obesidad y él había heredado esa característica. Siendo un niño siempre destacaba por su mayor talla y peso, eso, lejos de hacerlo dominante o pendenciero, lo empujó a  ser muy cuidadoso en el trato con los demás niños, por temor a causarles daño sin proponérselo. En la pubertad esta característica fue confundida con cobardía y desgana, lo cual le hizo ser blanco de burlas más o menos disimuladas; estas chanzas nunca tuvieron respuesta por su parte: “lo importante es la  talla del corazón y no la del pantalón” le había repetido siempre su madre. Tampoco se podía decir que fuese un hombre guapo, con unas facciones que resultaban poco atractivas para las chicas:  tenia una nariz grande y torcida que centraba las miradas de los demás y las cicatrices de los granos que salteaban su cara tampoco ayudaban . Su adolescencia no fue perfecta, ni mucho menos, pero, ¿cuál lo es? se solía repetir; en la suya le creció una pelusilla por encima de su labio superior, que en poco tiempo se convirtió en un incipiente bigotito que lo hacía parecer todavía más alejado de sus compañeros de clase, más distinto. Se diría que su forma de vestir encajaba en su personalidad y que había hecho de la discreción, su estilo. Al trabajo solía traer jerséis y chaquetas de punto, camisas de rayas o lisas y pantalones vaqueros que acababan en zapatos cómodos y algo gastados. Pocas veces se salía de este guión y alguna vez que había acudido con alguna prenda distinta a estas, había escuchado cuchicheos por los pasillos y no se había sentido cómodo, por lo que había vuelto a su particular y voluntaria uniformidad. Jamás en su vida había estado enamorado, nunca se había percatado de este extremo hasta que notó el pinchazo en el pecho que le producía ver a Silvia llegar por la mañana, dejar su bolso en la repisa y caminar despacio hacia la cafetera para servirse una taza de café bien cargado. Sabía que hubiera dado varios años de su vida, por pasar un día entero a su lado, mirándola en sus quehaceres cotidianos, viéndola caminar descalza por su piso o escuchar su rítmica respiración mientras dormía; todo en ella le parecía que emanaba un halo de misterioso magnetismo. Con la taza de café en su mano izquierda se acercó a la cristalera de la sala y miró al exterior donde unos chicos practicaban juegos en las pistas deportivas y se quedó en silencio a escasos centímetros de la mujer. Recordaba con tristeza como la relación cordial que mantenían podía haber dado un giro radical en la última semana: Jacinto era consciente de que Silvia era observada por otros hombres y eso no le molestaba, le parecía algo natural; y a pesar de su vigilancia no la había visto nunca en compañía de pareja alguna, esta circunstancia le hacía albergar esperanzas de tener éxito en su futura proposición de compartir una cena privada, una cita, algo que pudiera suponer el empujón definitivo a su acercamiento. Se lo propondría en la fiesta que iban a celebrar por la incorporación de una compañera que había estado disfrutando de su baja por maternidad. Sería algo sencillo: tortillas, unos pasteles, algunos emparedados, un poco de música y un par de botellas de cava. Lo suficiente para olvidarse de la rutina cotidiana y estrechar lazos. Para Jacinto: la ocasión perfecta para un acercamiento discreto. Cuando llegó la tarde en cuestión y el horario lectivo hubo acabado, la sala de profesores se había transformado en un salón de banquetes un tanto cutre, pero con pancarta de bienvenida y todo. La compañera llevaba todo el día con sus explicaciones, anécdotas y fotografías; pareciese que tuviera la fórmula memorizada y la repetía con renovada ilusión. Se había congregado todo el colectivo docente y Jacinto esperaba la ocasión de que Silvia saliese del cuarto para seguirla y abordarla. De ahí a la propuesta solamente había un paso y esta vez lo daría, pensaba .No la perdía de vista mientras conversaba amablemente con unos y otros, despreocupada. Sonaba una tonada impersonal proveniente del hilo musical subido de volumen para la ocasión. Y entonces sus alarmas inconscientes se dispararon; algo en Silvia había despertado su instinto y su miedo. Se fijó que miraba con disimulada aversión al baile que, divertidos, mantenían Pedro, el profesor de gimnasia con Carmen, la compañera interina que se despedía en este mismo acto donde recibían a la recién estrenada mamá. Notó un fogonazo caliente recorrerle las mejillas y subírsele a sus pupilas. Trató de calmar su reacción y bajó la vista rápidamente, echándole otro sorbo a su vaso plástico y con más cuidado esta vez, intentó confirmar su impresión. No había duda. Ella trataba de disimular y probablemente lo conseguiría delante de los otros, pero a él no se le escapaba su malestar, a él no podía engañarlo. Ella estaba enamorada, pero no era Jacinto el destinatario de este sentimiento. Se sintió débil, casi sin fuerzas y se apoyó en una gran estantería que contenía diverso material pedagógico y coronada por  una variada colección de trofeos deportivos. En ese momento le parecieron inservibles e infantiles, probablemente ganados bajo la dirección o supervisión de este galán de pacotilla, se dijo. Debía calmarse, debía ver la parte positiva, se dijo. Al menos se había dado cuenta a tiempo y no había hecho un espantoso ridículo, pensó. Una vez dicho todo esto y sin acabarse el contenido de su vaso, se fue a su casa. El tiempo todo lo cura, se repetía camino a casa, ya tendré mi momento, sin prestar atención a una salada gota que corría por su mejilla.
 Miraba esta mañana el molesto disco dorado que comenzaba a alzarse por el horizonte y se dijo que había hecho mucho frío camino del colegio y que probablemente helaría esta noche.
Silvia se encontraba también mirando por la ventana y tomando el café mientras observaba un grupo de chicas que compartían confidencias en un corro, aunque su mente estaba muy lejos de allí. Aproximadamente a unos doscientos quilómetros de distancia. Ella también pensaba en la fiesta de la semana anterior y no lo marcaría en su calendario como un buen día para recordar. Tenía esperanzas de aclarar su situación, de salir de ese mar de dudas donde se hallaba y lo había conseguido, aunque muy a su pesar. Esperaba tener un rato para confirmar si la atracción que sentía desde hacía unas semanas era un sentimiento compartido y este momento le parecía el indicado, no había otro. No podría seguir esperando y no se perdonaría a sí misma que la timidez truncase, de nuevo, su felicidad futura. Pensaba que era algo mutuo y no se quedaría de brazos cruzados viendo como otro tren se le escapaba. Lo había planificado y esperaba el final de la mini-fiesta para poder confirmarlo. Su tiempo se acababa, no había más opción. Seguía repitiéndose todo esto cuando vio la pareja que formaban Pedro y Carmen y supo que otra vez fracasaría. En sus ojos advirtió la atracción y la complicidad, pudo ver el deseo sexual de ambos y el lenguaje corporal que los delataba, sin que hiciesen mucho esfuerzo por ocultarlo. Se resignó, una vez más recogió los trozos de su corazón y los guardó en una cajita interior, esperando que se fuesen volviendo a unir lentamente. Tampoco esperó al final de la reunión, se marchó silenciosa, no sin antes lanzarle una última mirada a la mujer que había conseguido volver a hacerla sentir viva, que la había enamorado cual quinceañera. Sabía que no la volvería a ver, volvía a su tierra una vez finalizado su contrato y eso le produjo una gran tristeza. Recogió su bolso y se marchó sin mirar atrás.