miércoles, 25 de enero de 2012

el accidentado

El accidentado

Vaya mañanita que llevaba, pensó.Ya habían llegado cuatro urgencias desde que empezara su turno y todavía eran las doce y veinte de la mañana. Basta que uno no se encuentre muy católico para que no la dejen un ratito tranquila, se estaba repitiendo. Normalmente este turno era relativamente suave: algún accidente laboral, algún accidentado menor de tráfico que solía saldarse con algunos traumatismos que una vez examinados a fondo podían convertirse en alguna fractura o luxación y algún anciano que se había trastabillado en su casa dejándose hecha puré la cadera. En casi todos estos casos solamente se requería hacer las preguntas de rigor sobre alergias, antecedentes familiares o de enfermedades graves, tratamientos actuales, ponerle una vía al paciente, colocar alguna inmovilización y ayudarle al médico de urgencias a la exploración. Luego las hojas de tratamiento clínico que rellenaba el galeno ya le indicaban la medicación que debía proporcionar a cada cual. Además esta mañana sus hijas la vendrían a esperar a la puerta del hospital al acabar su turno para irse juntas para casa; su pequeña estaba de cumpleaños y había aprovechado el descanso del café para salir a comprarle un regalo y a la tarde fiesta con tarta en casa, pero antes tenía que telefonear sin falta a su abogado, el padre de las niñas llevaba más de seis meses sin dar señales de vida y por supuesto sin pasarle la pensión de manutención que le correspondía y tenía a los comprensivos señores del Banco Hipotecario amenazándola con “medidas de ejecución sobre su hipoteca”. Si cuando su ex-marido estaba cumpliendo con la pensión ya le costaba llegar a fin de mes, sin su aportación se veía incapaz de hacer frente a los pagos y además había tenido que llevar a Raquel, su hija pequeña, al tratamiento odontológico ya que habían descubierto que dos de sus incisivos superiores crecían en un sentido incorrecto, lo cual podía crearle muchos problemas para masticar e incluso pudiendo llegar a deformarle la cara a la cría; el tratamiento no estaba cubierto por su seguro por lo que tuvo que echar mano del dinero del fondo de urgencias y ni eso fue suficiente. No quería pensar mucho más allá, pero el porvenir se estaba complicando mucho, sospechaba que no le quedaría más remedio que hablar con sus padres y esperar que le hicieran un hueco en la casa familiar. En eso tenía su cabeza cuando recibieron la llamada en admisión de urgencias avisándoles de la llegada de al menos tres ambulancias procedentes de una colisión múltiple en la circunvalación Norte debido a la densa niebla que cubría esta mañana algunas zonas de la ciudad, parece ser que alguno de ellos venía en malas condiciones y no descartaban tener que derivar más pacientes a lo largo de la mañana, aunque ya serían de menor gravedad. Avisé al Director Médico del Centro y revisé varios boxes para comprobar que se hallaban en óptimas condiciones para recibir a los accidentados. Al cabo de unos pocos minutos llegó la primera ambulancia  con un individuo inconsciente de unos cuarenta años, policontusionado, lo pasaron a un box y procedí con el protocolo habitual en estos casos: Toma de tensión y tratar de cogerle una vía unos segundos antes que el médico de guardia de urgencias me lo gritase mientras se acababa su café. Una vez hecho, acudí al mostrador donde los portadores del lesionado cubrían los impresos de rigor y me informaban que desconocían la identidad del mismo. Que no portaba documentación y que solamente tenía una bolsa de viaje que habían abierto y parecía contener ropa , que en breve llegaría alguna patrulla de la Guardia Civil para proceder a instruir el atestado y ya se ocuparían ellos de los tramites de identificación y localización de familiares. Una vez dicho todo esto, y recogidos sus papeles se volvieron por donde habían venido mientras otra ambulancia traía dos accidentados leves, al parecer del mismo accidente y que mi compañera de turno se apresuró a acompañar. Salía el médico del box ordenando analíticas varias y la severa vigilancia del paciente, cuando sonó nuevamente el teléfono de urgencias y ante la ausencia del administrativo lo descolgué para descubrir que era la patrulla de la guardia civil; una vez confirmados los datos generales me advirtieron de que tuviéramos cuidado que se trataba del sospechoso de atraco a un banco y que huía cuando le sobrevino el accidente. Se ignoraba  si le acompañaba algún otro cómplice en el momento del robo y que podría ser peligroso, por lo que llegarían en unos minutos. Colgué y me dirigí al box a recoger las muestras de sangre para llevar al laboratorio y reparé en la bolsa del accidentado. Al cabo de unos minutos llegaron los guardias como habían anunciado, exigiendo ser llevados a presencia del accidentado y de sus efectos personales. El médico los acompañó mientras los ponía al corriente de su estado y pronóstico, ambos poco halagüeños. Y luego me ordenó que les llevase donde habíamos colocado los efectos personales del paciente. Allí los dejó mientras uno iba cantando y otro tomando nota: Un reloj, una mochila azul y blanca, con diversos objetos en su interior: varios guantes de látex, una chaqueta azul de lana y  dos pantys de señora…
En menos de diez minutos terminó mi turno y mis hijas ya se encontraban esperándome en la puerta de urgencias para bajar juntas a casa. Mi hija menor se sorprendió de  que su mochila nueva le parecía demasiado seria, y aún la enfurruñó más saber que no la dejaría llevarla colgada, ni siquiera inspeccionar bien hasta que llegáramos a casa, le indiqué que no era el lugar adecuado y que teníamos prisa.
Al día siguiente, en el trabajo no se hablaba de otra cosa, del accidentado y de su posterior traslado todavía sin recuperar la conciencia, de la huida del atraco, si había sido el causante del accidente o si había sido la niebla presente y para cada dato explicado había más de una versión, aunque lo que más sorprendía a casi todos era el detalle de que un hombretón como aquel llevase una mochila azul y blanca de Hello Kitty.



martes, 3 de enero de 2012

El ventanal

El ventanal

Había sobrepasado recientemente la treintena pero parecía que tuviera no más de veinticinco años. Su aspecto juvenil se debía, en parte, a la expresión risueña de su rostro. Esa dulzura en la mirada que hacía que uno pensase que se trataba de una veinteañera ajena a los problemas del mundo y no una profesora competente, una mujer madura y preparada. Solía vestir informal, con americanas y tejanos, por debajo solía llevar camisetas con alguna leyenda y, a veces, alguna camisa de marca, abierta y con los puños envolviendo los de la americana. Su cabello castaño le caía por debajo de los hombros y dedicaba bastante tiempo a su cuidado. Usaba gafas, habitualmente de pasta negra con un borde superior de color blanco que le daban un aspecto moderno; su piel era muy suave y un poco pálida, aunque lo disimulaba el maquillaje que, siempre en someras aplicaciones, utilizaba . Igualmente sencillos eran sus complementos: algún bolso grande, práctico, que podía transportar todo lo que pudiera necesitar un náufrago y un reloj negro de agujas con aire retro. Solía llevar algún cinturón grande que colgaba por encima de los pantalones y zapatos de suela baja o incluso deportivos, siempre cómodos para venir al trabajo. Sopló en la taza humeante y se acercó a la ventana por donde un sol incómodo se colaba en la estancia.
Él la observaba en silencio, mientras se servía el café recién hecho; eran los únicos que ahora se encontraban en la sala de profesores y todavía faltaba un rato para el comienzo de las clases. Solían venir antes para preparar sus cosas y fue así por lo que establecieron una relación afectuosa rápidamente. Recordaba nítidamente la primera vez que la vio entrar al principio del curso, tocó levemente en la puerta entreabierta con los nudillos mientras preguntaba por la Directora del Centro; al informarle que todavía no había llegado, ella se había presentado como Silvia Pérez, la nueva profesora de literatura española y le había ofrecido, resuelta, su mano. Tardó un segundo en reaccionar acudiendo a estrechársela , anunciarle que su nombre era Jacinto y que era el profesor de Química. Tuvo una grata primera impresión, aunque no se puede decir que cayese rendido a sus pies; nunca había sido un hombre de “flechazos”, quizá su naturaleza desconfiada o el bagaje acumulado de sinsabores y decepciones juveniles lo habían forjado distante y analítico; deformación profesional , solía decirse a si mismo. El caso es que en las semanas siguientes donde la observó con más detenimiento, procurando ser discreto en su atención ,notó como una atracción intensa crecía en su interior y en pocos días se reconoció profundamente enamorado. Le gustaba observarla cuando leía, ya que se la veía absorta, como transportada a otro mundo y repetía un gesto rítmicamente: acomodaba el pelo detrás de su oreja con su dedo índice, en un gesto involuntario pero encantador, creía él, o cuando estaba pensativa que solía morderse el labio inferior .Cuando fue consciente de su estado se sentó a valorar qué debía hacer, qué pasos debía dar. Era Jacinto un hombre poco agraciado físicamente, sus padres lo habían criado con muchos cuidados y con cierto aislamiento, procurándole siempre el máximo de protección ante cualquier peligro externo; estaba seguro que lo adoraban, y él, como hijo único siempre había estado a la altura de las circunstancias. Eran sus padres de constitución fuerte, incluso rayando la obesidad y él había heredado esa característica. Siendo un niño siempre destacaba por su mayor talla y peso, eso, lejos de hacerlo dominante o pendenciero, lo empujó a  ser muy cuidadoso en el trato con los demás niños, por temor a causarles daño sin proponérselo. En la pubertad esta característica fue confundida con cobardía y desgana, lo cual le hizo ser blanco de burlas más o menos disimuladas; estas chanzas nunca tuvieron respuesta por su parte: “lo importante es la  talla del corazón y no la del pantalón” le había repetido siempre su madre. Tampoco se podía decir que fuese un hombre guapo, con unas facciones que resultaban poco atractivas para las chicas:  tenia una nariz grande y torcida que centraba las miradas de los demás y las cicatrices de los granos que salteaban su cara tampoco ayudaban . Su adolescencia no fue perfecta, ni mucho menos, pero, ¿cuál lo es? se solía repetir; en la suya le creció una pelusilla por encima de su labio superior, que en poco tiempo se convirtió en un incipiente bigotito que lo hacía parecer todavía más alejado de sus compañeros de clase, más distinto. Se diría que su forma de vestir encajaba en su personalidad y que había hecho de la discreción, su estilo. Al trabajo solía traer jerséis y chaquetas de punto, camisas de rayas o lisas y pantalones vaqueros que acababan en zapatos cómodos y algo gastados. Pocas veces se salía de este guión y alguna vez que había acudido con alguna prenda distinta a estas, había escuchado cuchicheos por los pasillos y no se había sentido cómodo, por lo que había vuelto a su particular y voluntaria uniformidad. Jamás en su vida había estado enamorado, nunca se había percatado de este extremo hasta que notó el pinchazo en el pecho que le producía ver a Silvia llegar por la mañana, dejar su bolso en la repisa y caminar despacio hacia la cafetera para servirse una taza de café bien cargado. Sabía que hubiera dado varios años de su vida, por pasar un día entero a su lado, mirándola en sus quehaceres cotidianos, viéndola caminar descalza por su piso o escuchar su rítmica respiración mientras dormía; todo en ella le parecía que emanaba un halo de misterioso magnetismo. Con la taza de café en su mano izquierda se acercó a la cristalera de la sala y miró al exterior donde unos chicos practicaban juegos en las pistas deportivas y se quedó en silencio a escasos centímetros de la mujer. Recordaba con tristeza como la relación cordial que mantenían podía haber dado un giro radical en la última semana: Jacinto era consciente de que Silvia era observada por otros hombres y eso no le molestaba, le parecía algo natural; y a pesar de su vigilancia no la había visto nunca en compañía de pareja alguna, esta circunstancia le hacía albergar esperanzas de tener éxito en su futura proposición de compartir una cena privada, una cita, algo que pudiera suponer el empujón definitivo a su acercamiento. Se lo propondría en la fiesta que iban a celebrar por la incorporación de una compañera que había estado disfrutando de su baja por maternidad. Sería algo sencillo: tortillas, unos pasteles, algunos emparedados, un poco de música y un par de botellas de cava. Lo suficiente para olvidarse de la rutina cotidiana y estrechar lazos. Para Jacinto: la ocasión perfecta para un acercamiento discreto. Cuando llegó la tarde en cuestión y el horario lectivo hubo acabado, la sala de profesores se había transformado en un salón de banquetes un tanto cutre, pero con pancarta de bienvenida y todo. La compañera llevaba todo el día con sus explicaciones, anécdotas y fotografías; pareciese que tuviera la fórmula memorizada y la repetía con renovada ilusión. Se había congregado todo el colectivo docente y Jacinto esperaba la ocasión de que Silvia saliese del cuarto para seguirla y abordarla. De ahí a la propuesta solamente había un paso y esta vez lo daría, pensaba .No la perdía de vista mientras conversaba amablemente con unos y otros, despreocupada. Sonaba una tonada impersonal proveniente del hilo musical subido de volumen para la ocasión. Y entonces sus alarmas inconscientes se dispararon; algo en Silvia había despertado su instinto y su miedo. Se fijó que miraba con disimulada aversión al baile que, divertidos, mantenían Pedro, el profesor de gimnasia con Carmen, la compañera interina que se despedía en este mismo acto donde recibían a la recién estrenada mamá. Notó un fogonazo caliente recorrerle las mejillas y subírsele a sus pupilas. Trató de calmar su reacción y bajó la vista rápidamente, echándole otro sorbo a su vaso plástico y con más cuidado esta vez, intentó confirmar su impresión. No había duda. Ella trataba de disimular y probablemente lo conseguiría delante de los otros, pero a él no se le escapaba su malestar, a él no podía engañarlo. Ella estaba enamorada, pero no era Jacinto el destinatario de este sentimiento. Se sintió débil, casi sin fuerzas y se apoyó en una gran estantería que contenía diverso material pedagógico y coronada por  una variada colección de trofeos deportivos. En ese momento le parecieron inservibles e infantiles, probablemente ganados bajo la dirección o supervisión de este galán de pacotilla, se dijo. Debía calmarse, debía ver la parte positiva, se dijo. Al menos se había dado cuenta a tiempo y no había hecho un espantoso ridículo, pensó. Una vez dicho todo esto y sin acabarse el contenido de su vaso, se fue a su casa. El tiempo todo lo cura, se repetía camino a casa, ya tendré mi momento, sin prestar atención a una salada gota que corría por su mejilla.
 Miraba esta mañana el molesto disco dorado que comenzaba a alzarse por el horizonte y se dijo que había hecho mucho frío camino del colegio y que probablemente helaría esta noche.
Silvia se encontraba también mirando por la ventana y tomando el café mientras observaba un grupo de chicas que compartían confidencias en un corro, aunque su mente estaba muy lejos de allí. Aproximadamente a unos doscientos quilómetros de distancia. Ella también pensaba en la fiesta de la semana anterior y no lo marcaría en su calendario como un buen día para recordar. Tenía esperanzas de aclarar su situación, de salir de ese mar de dudas donde se hallaba y lo había conseguido, aunque muy a su pesar. Esperaba tener un rato para confirmar si la atracción que sentía desde hacía unas semanas era un sentimiento compartido y este momento le parecía el indicado, no había otro. No podría seguir esperando y no se perdonaría a sí misma que la timidez truncase, de nuevo, su felicidad futura. Pensaba que era algo mutuo y no se quedaría de brazos cruzados viendo como otro tren se le escapaba. Lo había planificado y esperaba el final de la mini-fiesta para poder confirmarlo. Su tiempo se acababa, no había más opción. Seguía repitiéndose todo esto cuando vio la pareja que formaban Pedro y Carmen y supo que otra vez fracasaría. En sus ojos advirtió la atracción y la complicidad, pudo ver el deseo sexual de ambos y el lenguaje corporal que los delataba, sin que hiciesen mucho esfuerzo por ocultarlo. Se resignó, una vez más recogió los trozos de su corazón y los guardó en una cajita interior, esperando que se fuesen volviendo a unir lentamente. Tampoco esperó al final de la reunión, se marchó silenciosa, no sin antes lanzarle una última mirada a la mujer que había conseguido volver a hacerla sentir viva, que la había enamorado cual quinceañera. Sabía que no la volvería a ver, volvía a su tierra una vez finalizado su contrato y eso le produjo una gran tristeza. Recogió su bolso y se marchó sin mirar atrás.