martes, 3 de enero de 2012

El ventanal

El ventanal

Había sobrepasado recientemente la treintena pero parecía que tuviera no más de veinticinco años. Su aspecto juvenil se debía, en parte, a la expresión risueña de su rostro. Esa dulzura en la mirada que hacía que uno pensase que se trataba de una veinteañera ajena a los problemas del mundo y no una profesora competente, una mujer madura y preparada. Solía vestir informal, con americanas y tejanos, por debajo solía llevar camisetas con alguna leyenda y, a veces, alguna camisa de marca, abierta y con los puños envolviendo los de la americana. Su cabello castaño le caía por debajo de los hombros y dedicaba bastante tiempo a su cuidado. Usaba gafas, habitualmente de pasta negra con un borde superior de color blanco que le daban un aspecto moderno; su piel era muy suave y un poco pálida, aunque lo disimulaba el maquillaje que, siempre en someras aplicaciones, utilizaba . Igualmente sencillos eran sus complementos: algún bolso grande, práctico, que podía transportar todo lo que pudiera necesitar un náufrago y un reloj negro de agujas con aire retro. Solía llevar algún cinturón grande que colgaba por encima de los pantalones y zapatos de suela baja o incluso deportivos, siempre cómodos para venir al trabajo. Sopló en la taza humeante y se acercó a la ventana por donde un sol incómodo se colaba en la estancia.
Él la observaba en silencio, mientras se servía el café recién hecho; eran los únicos que ahora se encontraban en la sala de profesores y todavía faltaba un rato para el comienzo de las clases. Solían venir antes para preparar sus cosas y fue así por lo que establecieron una relación afectuosa rápidamente. Recordaba nítidamente la primera vez que la vio entrar al principio del curso, tocó levemente en la puerta entreabierta con los nudillos mientras preguntaba por la Directora del Centro; al informarle que todavía no había llegado, ella se había presentado como Silvia Pérez, la nueva profesora de literatura española y le había ofrecido, resuelta, su mano. Tardó un segundo en reaccionar acudiendo a estrechársela , anunciarle que su nombre era Jacinto y que era el profesor de Química. Tuvo una grata primera impresión, aunque no se puede decir que cayese rendido a sus pies; nunca había sido un hombre de “flechazos”, quizá su naturaleza desconfiada o el bagaje acumulado de sinsabores y decepciones juveniles lo habían forjado distante y analítico; deformación profesional , solía decirse a si mismo. El caso es que en las semanas siguientes donde la observó con más detenimiento, procurando ser discreto en su atención ,notó como una atracción intensa crecía en su interior y en pocos días se reconoció profundamente enamorado. Le gustaba observarla cuando leía, ya que se la veía absorta, como transportada a otro mundo y repetía un gesto rítmicamente: acomodaba el pelo detrás de su oreja con su dedo índice, en un gesto involuntario pero encantador, creía él, o cuando estaba pensativa que solía morderse el labio inferior .Cuando fue consciente de su estado se sentó a valorar qué debía hacer, qué pasos debía dar. Era Jacinto un hombre poco agraciado físicamente, sus padres lo habían criado con muchos cuidados y con cierto aislamiento, procurándole siempre el máximo de protección ante cualquier peligro externo; estaba seguro que lo adoraban, y él, como hijo único siempre había estado a la altura de las circunstancias. Eran sus padres de constitución fuerte, incluso rayando la obesidad y él había heredado esa característica. Siendo un niño siempre destacaba por su mayor talla y peso, eso, lejos de hacerlo dominante o pendenciero, lo empujó a  ser muy cuidadoso en el trato con los demás niños, por temor a causarles daño sin proponérselo. En la pubertad esta característica fue confundida con cobardía y desgana, lo cual le hizo ser blanco de burlas más o menos disimuladas; estas chanzas nunca tuvieron respuesta por su parte: “lo importante es la  talla del corazón y no la del pantalón” le había repetido siempre su madre. Tampoco se podía decir que fuese un hombre guapo, con unas facciones que resultaban poco atractivas para las chicas:  tenia una nariz grande y torcida que centraba las miradas de los demás y las cicatrices de los granos que salteaban su cara tampoco ayudaban . Su adolescencia no fue perfecta, ni mucho menos, pero, ¿cuál lo es? se solía repetir; en la suya le creció una pelusilla por encima de su labio superior, que en poco tiempo se convirtió en un incipiente bigotito que lo hacía parecer todavía más alejado de sus compañeros de clase, más distinto. Se diría que su forma de vestir encajaba en su personalidad y que había hecho de la discreción, su estilo. Al trabajo solía traer jerséis y chaquetas de punto, camisas de rayas o lisas y pantalones vaqueros que acababan en zapatos cómodos y algo gastados. Pocas veces se salía de este guión y alguna vez que había acudido con alguna prenda distinta a estas, había escuchado cuchicheos por los pasillos y no se había sentido cómodo, por lo que había vuelto a su particular y voluntaria uniformidad. Jamás en su vida había estado enamorado, nunca se había percatado de este extremo hasta que notó el pinchazo en el pecho que le producía ver a Silvia llegar por la mañana, dejar su bolso en la repisa y caminar despacio hacia la cafetera para servirse una taza de café bien cargado. Sabía que hubiera dado varios años de su vida, por pasar un día entero a su lado, mirándola en sus quehaceres cotidianos, viéndola caminar descalza por su piso o escuchar su rítmica respiración mientras dormía; todo en ella le parecía que emanaba un halo de misterioso magnetismo. Con la taza de café en su mano izquierda se acercó a la cristalera de la sala y miró al exterior donde unos chicos practicaban juegos en las pistas deportivas y se quedó en silencio a escasos centímetros de la mujer. Recordaba con tristeza como la relación cordial que mantenían podía haber dado un giro radical en la última semana: Jacinto era consciente de que Silvia era observada por otros hombres y eso no le molestaba, le parecía algo natural; y a pesar de su vigilancia no la había visto nunca en compañía de pareja alguna, esta circunstancia le hacía albergar esperanzas de tener éxito en su futura proposición de compartir una cena privada, una cita, algo que pudiera suponer el empujón definitivo a su acercamiento. Se lo propondría en la fiesta que iban a celebrar por la incorporación de una compañera que había estado disfrutando de su baja por maternidad. Sería algo sencillo: tortillas, unos pasteles, algunos emparedados, un poco de música y un par de botellas de cava. Lo suficiente para olvidarse de la rutina cotidiana y estrechar lazos. Para Jacinto: la ocasión perfecta para un acercamiento discreto. Cuando llegó la tarde en cuestión y el horario lectivo hubo acabado, la sala de profesores se había transformado en un salón de banquetes un tanto cutre, pero con pancarta de bienvenida y todo. La compañera llevaba todo el día con sus explicaciones, anécdotas y fotografías; pareciese que tuviera la fórmula memorizada y la repetía con renovada ilusión. Se había congregado todo el colectivo docente y Jacinto esperaba la ocasión de que Silvia saliese del cuarto para seguirla y abordarla. De ahí a la propuesta solamente había un paso y esta vez lo daría, pensaba .No la perdía de vista mientras conversaba amablemente con unos y otros, despreocupada. Sonaba una tonada impersonal proveniente del hilo musical subido de volumen para la ocasión. Y entonces sus alarmas inconscientes se dispararon; algo en Silvia había despertado su instinto y su miedo. Se fijó que miraba con disimulada aversión al baile que, divertidos, mantenían Pedro, el profesor de gimnasia con Carmen, la compañera interina que se despedía en este mismo acto donde recibían a la recién estrenada mamá. Notó un fogonazo caliente recorrerle las mejillas y subírsele a sus pupilas. Trató de calmar su reacción y bajó la vista rápidamente, echándole otro sorbo a su vaso plástico y con más cuidado esta vez, intentó confirmar su impresión. No había duda. Ella trataba de disimular y probablemente lo conseguiría delante de los otros, pero a él no se le escapaba su malestar, a él no podía engañarlo. Ella estaba enamorada, pero no era Jacinto el destinatario de este sentimiento. Se sintió débil, casi sin fuerzas y se apoyó en una gran estantería que contenía diverso material pedagógico y coronada por  una variada colección de trofeos deportivos. En ese momento le parecieron inservibles e infantiles, probablemente ganados bajo la dirección o supervisión de este galán de pacotilla, se dijo. Debía calmarse, debía ver la parte positiva, se dijo. Al menos se había dado cuenta a tiempo y no había hecho un espantoso ridículo, pensó. Una vez dicho todo esto y sin acabarse el contenido de su vaso, se fue a su casa. El tiempo todo lo cura, se repetía camino a casa, ya tendré mi momento, sin prestar atención a una salada gota que corría por su mejilla.
 Miraba esta mañana el molesto disco dorado que comenzaba a alzarse por el horizonte y se dijo que había hecho mucho frío camino del colegio y que probablemente helaría esta noche.
Silvia se encontraba también mirando por la ventana y tomando el café mientras observaba un grupo de chicas que compartían confidencias en un corro, aunque su mente estaba muy lejos de allí. Aproximadamente a unos doscientos quilómetros de distancia. Ella también pensaba en la fiesta de la semana anterior y no lo marcaría en su calendario como un buen día para recordar. Tenía esperanzas de aclarar su situación, de salir de ese mar de dudas donde se hallaba y lo había conseguido, aunque muy a su pesar. Esperaba tener un rato para confirmar si la atracción que sentía desde hacía unas semanas era un sentimiento compartido y este momento le parecía el indicado, no había otro. No podría seguir esperando y no se perdonaría a sí misma que la timidez truncase, de nuevo, su felicidad futura. Pensaba que era algo mutuo y no se quedaría de brazos cruzados viendo como otro tren se le escapaba. Lo había planificado y esperaba el final de la mini-fiesta para poder confirmarlo. Su tiempo se acababa, no había más opción. Seguía repitiéndose todo esto cuando vio la pareja que formaban Pedro y Carmen y supo que otra vez fracasaría. En sus ojos advirtió la atracción y la complicidad, pudo ver el deseo sexual de ambos y el lenguaje corporal que los delataba, sin que hiciesen mucho esfuerzo por ocultarlo. Se resignó, una vez más recogió los trozos de su corazón y los guardó en una cajita interior, esperando que se fuesen volviendo a unir lentamente. Tampoco esperó al final de la reunión, se marchó silenciosa, no sin antes lanzarle una última mirada a la mujer que había conseguido volver a hacerla sentir viva, que la había enamorado cual quinceañera. Sabía que no la volvería a ver, volvía a su tierra una vez finalizado su contrato y eso le produjo una gran tristeza. Recogió su bolso y se marchó sin mirar atrás.

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