La avería
Hacía calor en la ciudad, mucho calor; todavía avanzaba junio en su primera mitad pero el asfalto lanzaba bocanadas de calor a los sufridos viandantes que cruzaban por su negro recorrido; le recordaba a uno de esos veranos de antaño cuando la gente buscaba cobijo en la acera menos castigada por el sol y se paraba a refrescarse en las fuentes, cuando los abanicos no eran infrecuentes en los parques o plazas y los chiquillos corrían con pantalón corto ajenos a todo peligro, cuando los hombres se cobijaban en el bar, tomándose una caña de cerveza o un vermouth con olivas y las mujeres, en su laboriosa rutina hogareña, aprovechaban el final de la jornada para juntarse en el patio de vecindad con un botijo o incluso con una jarra de moscatel. Recordaba estos momentos lejanos como fotos de un álbum y alguna vez se sorprendía dudando de si realmente lo había vivido en su niñez , si todo era fruto de su desbordante imaginación o lo había visto en alguna película sobre la posguerra. Ahora ya todas las casas tenían frigorífico y lavadora, las tareas del hogar eran mucho más llevaderas y quedaba tiempo para escuchar alguna radionovela o acercarse a casa de alguna vecina y ponerse al día de las novedades del barrio. Estábamos ahora en una época de cambios políticos sin precedentes. A ella todo esto, lejos de provocarle esperanza, le daba un poco de miedo. Cada día se comía con noticias sobre atentados terroristas, sobre manifestaciones de obreros o sobre rumores de intentonas de militares de recuperar el mando perdido y volver a poner la situación “comoDiosmanda”. Llevaba puesto un delantal de flores sobre una falda negra que le llegaba hasta sus rodillas, bajo las que unas medias de nylon le marcaban la carne, y una camisa que había conocido tiempos mejores. Estaba sirviéndose un vaso de gaseosa fría cuando sonó el timbre de la puerta y se apresuró a acudir. Un operario vestido con una funda de trabajo azul semiabierta bajo la que se veía una camiseta interior preguntó: “Marisa Torres”?, “sí, aquí es” dijo ella dejándole pasar. El individuo entró con actitud curiosa, buscando, seguramente, el motivo por el que había sido requerido. “pase por aquí; es el fregadero, como le dije por teléfono”. Le condujo a la cocina y se apartó para que el operario pudiera inspeccionar a gusto. Éste abrió la cortinilla que había bajo el fregadero y apartó unos cuantos botes de productos de limpieza del hogar que allí tenían su escondrijo, ella se arrodilló a su lado para ayudarle y notó como la mirada del hombre se dirigía sin apenas disimulo a su escote. Le produjo esto una mezcla de pudor y de otra sensación que no pudo definir en ese momento…y se abotonó disimuladamente el penúltimo botón que la canícula había empujado a desabotonar. El hombre se percató y apartó la vista hacia reclamos más profesionales y, sacando de su metálica caja una llave inglesa, dio unos toquecitos en el codo que se formaba en el desagüe. Se giró hacia la mujer, lanzándole de nuevo una mirada intensa e inquirió:“¿dónde está la llave de paso?”, ella hizo un gesto con la cabeza hacia un lateral del mueble de formica que recorría la pared. Se puso en pie e inspeccionó la llave, volviéndose de nuevo hacia ella, pero esta vez la situación era distinta, ya que ella continuaba apartando los numerosos botes y menaje de cocina que se habían ido acumulando en este rincón y él, desde arriba, parecía inspeccionarla a ella. Ella se levantó, quizás al notar su descarado examen, quedándose ambos a escasos centímetros durante un segundo. Bajó la vista, como avergonzada, y trató de apartarse pero él la sujetó, la atrajo hacia sí e intentó besarla. Se resistió y logró que su propósito fracasase, al menos durante los primeros instantes, pero era una batalla perdida, los labios del hombre encontraron su objetivo y ,con fuerza, se unieron a los de la mujer que emitió un leve gritito al saberse derrotada. La atrajo con fuerza hacia sí y ella notó, bajo la funda de trabajo, su evidente excitación segundos antes de ser empujada hacia la mesa de la cocina que crujió con el envite, estaba despejada y simplemente se movió unos centímetros al recibir los cuerpos que se tumbaban sobre ella. El hombre, a la vez que la sujetaba con un brazo le desabrochaba la camisa y buscaba besarla en los labios y en el cuello; ella se resistía como podía, pataleando inútilmente y tratando de empujarlo con el brazo que tenía libre, aunque sus esfuerzos eran en vano. Consiguió el hombre levantarle la falda y, con una maña que hacía suponer que no era la primera vez que se encontraba en situación parecida, bajarse sus pantalones hasta las rodillas. Un enganchón a sus bragas le concedió una facilidad inesperada para llevarlas hasta donde no tenían ya utilidad, con lo que su pene se encontraba liberado para profanar la intimidad femenina. Mientras, con sus manos le arrancó su sostén, a lo que ella respondió intentando torpemente tapar sus pechos de la vista y del contacto que, casi convulsivamente, él llevaba a cabo. En ese baldío esfuerzo estaba cuando notó como el miembro, cual ariete, se le acercaba y a renglón seguido entraba en ella, se quedó paralizada y sin saber qué hacer o cómo reaccionar. A partir de ahí todo fue muy rápido: el hombre tras unos movimientos frenéticos y unos roncos gemidos, empezó a tensarse como un arco y a temblar. Notó que ya había alcanzado el orgasmo, le miró a la cara y vio como tenía dificultad para respirar .Estaba enrojecido del esfuerzo y la excitación. Dio el asaltante un paso atrás, saliendo de ella y sujetándose con una mano al borde de la mesa para no sufrir un traspiés, mientras ella quedaba tumbada sobre la mesa con una mezcla de confusión y sofoco. Mientras se subía los calzones le dirigió una sonriente mirada, entre agradecida y temerosa y se dirigió a la puerta de la cocina. Ella, en ese momento, apoyándose sobre sus codos lo contempló y le espetó: “Juan, a ver si no me rompes más braguitas que no ganamos para ellas ... y si vas a bajar, súbete un cuartillo de vino para la cena”