jueves, 18 de octubre de 2012

Amor a tres bandas.


Amor a tres bandas.
Escuchó un leve tintineo metálico en la puerta y supo de antemano que era ella regresando a casa, como todas las tardes. Sintió una contenida alegría y notó que su respiración se agitaba súbitamente pero trató de esconder su involuntaria reacción. La escuchó entrar y cerrar la puerta tras de si, guardar las llaves en su espacioso bolso de piel y dejarlo en el mueble del hall, mientras colgaba su abrigo en el perchero. Un golpecito con sabor a latón delató que también había llevado un previsor paraguas que ahora depositaba, no sin antes haberlo sacudido. Ella entró en el salón y le saludó cariñosamente pero él apenas hizo gesto alguno, la miró y continuó con su normal actividad a aquellas horas: dormitar en su sofá favorito. Ella taconeó hasta el zapatero donde se enfundó unas cómodas zapatillas que no albergaban ni un gramo de glamour pero parecían muy cómodas; acto seguido fue hasta la habitación, se sentó en el borde de la cama y, con tanta destreza como sutil erotismo, se quitó las medias y el vestido, enfundándose en un vaquero de algodón azul combinado con una divertida camiseta blanca que tenía desde su época en la universidad. Se incorporó y se fue a sentar a su lado en el salón, no sin antes dejar las medias en el cesto de mimbre del baño, se desplomó en gesto exagerado y su mano se quedó a escasos centímetros de él pero sin llegar a rozarlo.
De unos meses a esta parte apenas se rozaban, lejos estaba la primera temporada donde las muestras de cariño eran evidentes, incluso excesivas, propias de las carantoñas que se le hacen a un recién nacido. Él estaba seguro de saber a qué se debía ese enfriamiento: el distanciamiento había coincidido con varias señales inequívocas de que el corazón de Teresa ya no le pertenecía, al menos, no en exclusiva. De un tiempo para acá ella recibía llamadas a deshora que la hacían sonreír cuando descubría el autor, también hacía unas semanas que se arreglaba delante del espejo más de lo que era habitual en ella, incluso comparando varios estilos de ropa antes de decidirse por alguno y en otras ocasiones, mientras estaban de noche viendo alguna película, una sutil vibración procedente de su móvil alertaba sobre la llegada de algún mensaje que no tardaba en leer sin preocuparse de disimularlo, luego le solía obsequiar con una sonrisa y continuaba viendo la televisión sin mayor remordimiento. No hacía falta ser un genio para saber que había otro amor en su vida.
De todos modos su amor por ella era tan enorme que a pesar de saberse relegado a una posición secundaria era consciente de que jamás podría dejar de quererla. No podría olvidar nunca lo primero que le llamó la atención: su franca sonrisa. Era una sonrisa magnética y sincera capaz de iluminar toda una estancia cuando la dejaba asomar entre sus cuidados dientes. Su voz también era muy especial, con una mezcla de cariño y autoridad que la hacía irresistible, Lo desarmaba su risa espontánea o esa costumbre que tenía de colocarse el pelo tras la oreja cuando leía . Sabía que, por muchos años que pasasen o por mucho que se enfriasen las cosas entre ellos, jamás podría dejar de amarla hasta el punto de llegar a poner en peligro su vida para protegerla si fuera necesario. Ella había conseguido llenar su vida de felicidad y atenciones, se había preocupado por él cuando lo necesitó y lo había arropado cuando estuvo enfermo. Habían corrido al unísono por la playa, tumbándose en la arena cuando ella no podía aguantar su ritmo, en esas ocasiones la miraba, en silencio, intentando descifrar sus pensamientos y nunca lo conseguía, a veces bajaban simplemente al parque y paseaban juntos.
Bruscamente se incorporó del sillón mirándolo y se dirigió de nuevo al armario del calzado, sacó unos deportivos blancos que protegían de la lluvia y tomó del perchero un plumífero rojo. El inconfundible repiqueteo metálico de su correa hizo que su oreja izquierda se alzase con vida propia y permaneció atento durante un segundo, hasta que ella le gritó: ¡¡Vamos Byron, es la hora de tu paseo¡¡. Saltó feliz del sillón y esperó discretamente al lado de la puerta a que su ama le pusiese la correa. Definitivamente, jamás podría dejar de quererla.
                                                                                                                                                Para T.D.