viernes, 24 de febrero de 2012

El electricista III (Vázquez Pereira)


La acogida del Comisario Jefe fue todo lo escueta que la situación exigía: una bienvenida educada, llena de buenos deseos, de ofrecimiento de apoyo, de seguridad y confianza en su valía, todo ello condensado en un discurso de apenas treinta segundos. Él sostuvo su mirada mientras le estrechaba la mano y , con desgana, tomó asiento cuando su superior lo hizo en un cómodo sillón del modesto despacho; un cubículo sin ventanas y decorado con varias fotos de señores uniformados y algún que otro título que acreditaba la capacidad del titular del cargo, con un retrato del Rey Juan Carlos, que pedía a gritos una actualización, presidiendo la estancia por encima de un mástil con la bandera nacional. La actitud educada y ceremonial de su superior no indicaba ninguna emoción en particular, aunque estaba seguro que conocía las especiales circunstancias que le habían llevado a solicitar su traslado a la Comisaría Provincial. Una vez acabada la charla habitual en estos casos lo acompañó a su mesa y llegados allí se dirigió a los compañeros que se hallaban visiblemente atareados revisando papeles, consultando su ordenador o en animada charla entre ellos; Escuchad todos, este es vuestro nuevo compañero, Vázquez Pereira, se incorpora al departamento de Análisis de Inteligencia criminal , espero que le prestéis la máxima ayuda, sobre todo ahora, mientras se adapta. Vio que la mesa tenía varios montones de papeles esperando una mano amiga y deseándole suerte se alejó saludando cordialmente a otros compañeros.

La noche era desapacible, llovía con terquedad pero hacía calor. Habían estado en casa de su cuñado hasta después de las doce y la niña se había quedado ya dormida. Su cuñado insistió en que podían quedarse allí y por la mañana regresar a casa, luego de un sueño reparador, pero a él no le entusiasmaba el plan. De siempre prefería su cama para descansar y cuando formó una familia esta manía se acrecentó. Allí estaba en su propio reino, era su territorio y se sentía realmente cómodo. Parecía existir una complicidad implícita en su piso, llevaban siete años compartiéndolo y parecía haberse quedado pequeño con la llegada de Laura, su pequeña estrella, que pronto cumpliría el año y medio. Era increíble como la llegada de su hija le había cambiado la vida, fundamentalmente a nivel de prioridades. Ahora toda su vida se sometía al examen de preguntarse si era compatible con la cría; si quería quedar con alguien siempre tenía que valorar  si podría compaginarlo con su hija o quién se quedaría con ella, incluso a la hora de elegir muebles para casa, colores para las paredes o electrodomésticos que no resultaran peligrosos para los meses venideros cuando se incrementase la movilidad de la pequeña.

Bajo el sofisticado nombre de Análisis de Inteligencia Criminal se ocultaba un departamento que se limitaba a emitir informes sobre individuos con antecedentes criminales que ya habían pagado su deuda con la sociedad por delitos tales como pederastia, banda armada, incluso terrorismo o de “fichados” potencialmente peligrosos que se hallaban de paso en la zona , en otras ocasiones los avisos eran muy genéricos y no se llegaba a localizar la presencia de los individuos en cuestión. El Departamento lo formaban tres miembros que vieron con alivio su llegada ante la cantidad de trabajo acumulado que amenazaba con dejarles sin vacaciones de verano. El día de su incorporación solamente se encontraba allí Núñez, el más veterano y con quien ya había hablado por teléfono antes de decidirse a solicitar la plaza, que una vez desaparecido el Comisario depositó un café en la mesa y se presentó. Le puso al corriente de la rutina del trabajo y del cuadrante de turnos en el que ya figuraba su nombre y lo dejó para que se fuese adaptando a su puesto. No se demoró mucho en dominar los entresijos de su labor, bastante repetitiva y muy alejada de la imagen novelesca de investigación criminal. Al cabo de unos días ya parecía llevar años desarrollando esa función y empezó a curiosear por otros casos atrasados en el grupo de “pendientes”. Sabía que en una comisaría nunca se cerraba un caso sin resolver, cuando la investigación se quedaba sin acciones posibles o las pistas no conducían a una solución viable, pasaban a engrosar el montón de “pendientes” y con el paso de los meses a ser archivados en algún fichero cada vez más lejano y menos consultado. Luego de echarles un vistazo superficial no descubrió, en principio nada que no hubiera visto antes en otras comisarías, no obstante, al verlos con más detenimiento, le llamó la atención un caso del que había oído hablar en los medios nacionales: la desaparición de un menor en un parque. Ya habían pasado varios meses y se había quedado en vía muerta; ni los interrogatorios efectuados a familiares y vecinos ni las habituales investigaciones sobre pederastas fichados arrojó ningún resultado. Ahora había pasado a figurar en esa categoría de olvidados y, salvo la aparición de novedades trascendentales, ahí seguiría. Como en su labor diaria le sobraba tiempo, empezó a sumergirse en ese expediente con fruición, terminando por llevarse una copia a casa para repasar todos los detalles de la investigación y teniendo la esperanza de encontrar algo que se le hubiera pasado a los demás, algún detalle no valorado. No pasó nada de eso. Todo se había llevado bien y aún así no había señales del chaval, parecía que se lo hubiera tragado la tierra.

Belén, su mujer se recostó en el asiento del copiloto tras asegurar a su hija en la silla portabebés, le miró con cara de cansancio y le repitió que igual hubiera sido mejor plan haberse quedado ya que había sitio de sobras, aun sabiendo que la decisión ya estaba tomada de antemano. Él no le contestó, arrancó el coche y se puso a tararear la canción romántica que suave sonaba en el coche, antes que ella bajase más el volumen y acabara por apagar el reproductor, haciendo un gesto hacia la pequeña que dormía plácidamente. Apenas le quedaban un par de kilómetros para llegar a casa, cuando entrando en una curva vio unas luces que se abalanzaban sobre ellos, apenas tuvo tiempo de dar un brusco volantazo que no fue suficiente para evitar el brutal impacto. El estruendo metálico fue inmediato y una punzada dolorosa en su frente le acarició durante el segundo antes de perder el conocimiento. Se despertó tres días después en una habitación blanca y azul sin ventanas, notando que alguien le cogía la mano y le hablaba aunque sin saber qué le intentaban decir.

Cuando ya estaba por darse por vencido en el caso de la desaparición del menor, se le ocurrió que podría contrastar los datos de los fichados por delitos sexuales que se encontrasen en la ciudad en el momento de la desaparición; cualquiera que tuviera algún antecedente similar o incluso que hubiera sido denunciado por abuso o acoso sexual. Podría centrarse en ellos y ver si esa estrategia lo conducía a algún lado, no podría haber más de quince o veinte. Esa línea de investigación no se siguió con verdadero interés ya que la mayoría de pesquisas se enfocaron al entorno familiar del chiquillo por orden del Inspector encargado del caso que vio en un familiar enemistado y con carácter violento al posible responsable, aunque esa sospecha no se plasmó en resultados palpables. Tras la pesada labor de enfrentar los datos manualmente, llegó a la conclusión que tenía tres posibles candidatos: todos tenían antecedentes de tipo sexual, residían en la ciudad en la fecha de la desaparición y parecían no haber seguido ninguna clase de terapia para su rehabilitación. Los dos primeros fueron descartados cuando comprobó que ya se les había investigado y tenían coartadas sólidas, pero le llamó poderosamente la atención que el tercero no había sido investigado. Que fuera menor cuando lo había cometido sin duda había ayudado a que no se le tuviera en cuenta ya que la ley ordena que no se contabilicen los delitos cometidos antes de la edad adulta en los expedientes. Pero a él le parecía un punto de partida y se puso a estudiar al sujeto. Se trataba de un hombre joven, vivía solo, tenía ingresos regulares y un horario flexible. Realmente cuanto más lo valoraba más creía que podía encajar en el perfil que estaba buscando. Lo empezó a seguir durante varios días sin descubrir rutinas sospechosas por lo que se decidió a echar un vistazo en su casa aprovechando alguna de las numerosas ausencias del individuo en cuestión.

Le costó un buen rato entender que había pasado varios días en estado de coma inducido a pesar de las pacientes explicaciones del médico pero tardó menos en presentir lo que le había sucedido a su esposa y a su pequeña. La mirada de su madre cuando entró en la habitación y cómo le temblaban las manos lo alarmó. La alarma se convirtió en seguridad cuando preguntó abiertamente a su cuñado y éste, tras titubear un segundo, respondió con un tópico. Su mundo se derrumbó, notó al instante que un velo cubría sus ojos y una cuchilla interminable le desgarraba el pecho, se sintió caer mientras permanecía tumbado y en ese instante quiso morir, mejor dicho, le parecía estúpido seguir viviendo, seguir en solitario. Sabía que su vida nunca podría rehacerse, le arrebataron lo que tenía y todo lo que podría llegar a tener; nunca vería crecer a su hija, no podría volver a abrazarla, a mirarla entre sus brazos cuando se quedaba dormida con expresión de plena confianza y seguridad mientras besaba sus párpados. Sus ojos se inundaban al pensarlo y se sentía tan culpable mientras los porqués se le amontonaban en la casilla de salida a sabiendas que no tendría nunca la oportunidad de preguntarlos. Lo habían derrotado. Su corta convalecencia solamente le sirvió para comprobar que debía cambiar de aires, todo le recordaba a su pasado y así era imposible rehacerse. Su trabajo le supuso un salvavidas al que aferrarse para seguir respirando y para levantarse de cama todas las mañanas. Decidió pedir el traslado y ver si la vida le permitía recuperar el aliento o si , en verdad, su existencia había acabado en aquella carretera junto con los únicos amores de su vida.

Cuando vio marchar al sospechoso esperó unos minutos y cruzó el pequeño portal que cumplía una función más estética que defensiva. Un rápido vistazo al exterior y encontró una ventana que no estaba herméticamente cerrada, circunstancia que aprovechó para colarse en la vivienda. Recorrió con precaución la casa, no por temor a un encuentro no deseado, sino más bien por no alterar en nada el escenario y dejar todo inalterado si las sospechas no fructificaban. No encontró nada en los pisos superiores por lo que descendió al sótano. Allí la cosa cambió: se encontró una zona de herramientas, adhesivos, planchas de madera cortadas y demás utensilios para bricolaje, y una puerta con un candado. Su pulso se aceleró, golpeó suavemente la puerta con un nudillo esforzándose por captar alguna respuesta pero no consiguió oír nada; un vistazo a la mesa de trabajo le mostró un llavero colgado de una alcayata junto a la lavadora, lo alcanzó y se dispuso a probar suerte con el candado. A la primera acertó con la llave, descolgó el candado y empujó la puerta. Quedó un instante en silencio pero no alcanzó a percibir ningún sonido por lo que avanzó entre la penumbra reinante. Descubrió una puerta de una habitación y la abrió. Lo que allí descubrió le sorprendió: una cama perfectamente hecha, un taburete …y nada más. Sin duda había llegado demasiado pronto o demasiado tarde a la guarida del monstruo, se dijo. Dejando todo como lo había encontrado, volvió a cerrar el candado y a dejar el llavero en su sitio, al lado de un montón de ropa sucia donde destacaba el uniforme de Correos y se deslizó fuera de la casa con sensaciones contradictorias.

lunes, 13 de febrero de 2012

El Electricista ( Episodio II )


Escuchó el estruendo que hacía la puerta de acceso a su cárcel al cerrarla su captor y se quedó en silencio; oía al otro niño que seguía gimoteando, había tratado de hablarle, de tranquilizarle, pero solamente tras largos ratos de charla había conseguido que se calmase momentáneamente para volver a caer en un desconsolado llanto minutos más tarde. Lo habían traído hace ocho días y la primera noche no había emitido sonido alguno, por lo que había llegado a pensar que el alboroto hecho por su carcelero en la habitación contigua se trataba de algún movimiento de mobiliario u otra actividad desconocida para él. Pero los gritos del crío llamando a su madre lo habían despertado a la mañana siguiente y comprendió que debió de llegar dormido o quizá drogado. Trató de hablarle, buscando encontrar un aliado para salir de aquella situación, pero el vecino forzoso era demasiado joven para poder ayudarle y pasaba el tiempo entre sollozos o entregado al sueño, parecía que no se fiaba de la voz infantil que le llegaba del cuarto cercano y no solía contestarle o cuando rara vez lo hacía, no siempre parecía coherente así que en un par de días desistió de su empeño por sumarle a la causa y se limitó a tranquilizarlo; incluso perdió la esperanza de que le informase sobre el exterior, si sabía algo de su desaparición o si lo buscaban, o si sus padres habían hecho carteles con su foto, no pudo enterarse que su caso había sido rabiosa actualidad durante los primeros dos meses y ahora había caído en un injusto olvido al no tener nuevas líneas de investigación y una vez que las pesquisas e interrogatorios realizados no habían arrojado ninguna luz sobre su paradero. El empuje de nuevos acontecimientos había ido quitándole protagonismo a su caso hasta dejarlo como una noticia recurrente conforme iban cumpliéndose plazos desde su desaparición. Los medios más amarillistas, en su afán por atraer audiencia a costa de sacrificar principios éticos, habían llegado a consultar con una médium de sobrada popularidad y discutible acierto sobre su paradero y sobre la implicación de su familia en la desaparición. La pitonisa, tras una parafernalia ridícula, emitió entre sonidos guturales el resultado obtenido de  su conexión con un ente poderoso que le desveló infinidad de detalles genéricos y que no aportaban absolutamente nada nuevo al caso y también otra serie de insinuaciones lo suficientemente vagas para no poder ser llevada ante los tribunales por difamación y que en el futuro se podrían interpretar como aciertos sea cual fuere el desenlace del caso. No, no tenía forma de saber todo esto y sustentaba sus esperanzas en una inquebrantable fe en sus padres y en pensar que no lo dejarían caer en el olvido y seguirían buscándolo.
 Había pasado los primeros días envuelto en un pánico atroz que lo paralizaba y que no le dejaba ni dormir ni apenas comer; el tiempo parecía haberse detenido y solamente tenía noción del mismo por la claridad que arrojaba un pequeño tragaluz cubierto por una malla en la parte superior de su habitación y su aplastante soledad era disipada únicamente por la visita de su captor, que le solía hablar con una inquietante amabilidad y cercanía, como buscando su amistad. Al segundo día comprobó que esa amabilidad podía tornarse en violencia si no acataba sus órdenes, la lección le costó una bofetada sonora y dolorosa que lo dejó bloqueado durante varios minutos y un zumbido en el oído izquierdo de idéntica duración. El hombre que lo retenía solía ser silencioso y sumamente cuidadoso, tenía costumbres que no alcanzaba a entender: una noche, al poco de llegar a su lugar de cautiverio, se había despertado sobresaltado por un ruido sordo pero cercano y un escalofrío intenso recorrió toda su espalda cuando descubrió qué lo producía: en la penumbra, su secuestrador estaba sentado en el taburete de la estancia con la cabeza entre sus manos emitiendo unos gemidos lastimeros y apenas audibles con la mirada fija en el chiquillo. Este inquietante comportamiento duró lo que le parecieron unos quince minutos, luego se puso en pie, se limpió con el dorso de la mano las lágrimas y tan silenciosamente como había llegado se marchó. Él ya no pudo dormir esa noche.
Con el paso de los días intentó encontrar algún medio de salir de allí, pero no pudo planear nada con un mínimo de posibilidades de éxito. El hombre siempre cerraba la puerta tras de sí cuando bajaba a visitarlo guardándose la llave en su bolsillo, esto lo llevó a dirigir sus miradas al tragaluz. Estaba muy alto y le costaría trabajo incluso comprobar la  firmeza de la malla metálica, pero no se le ocurrió ninguna opción mejor. Se dispuso a intentarlo al día siguiente cuando el hombre se fuera tras traerles el desayuno; lo escuchaba arrancar el coche e irse casi todas las mañanas y normalmente tardaba varias horas en regresar. La rutina se cumplió y a la mañana, tras la visita de rigor, escuchó cómo arrancaba el coche y se ponía en marcha; no perdió más tiempo, movió con mucho esfuerzo su catre hasta que quedó bajo el pequeño ventanuco y colocó el taburete encima del colchón, a continuación y haciendo un ejercicio de equilibrismo, fue incorporándose desde ahí y comprobó que alcanzaba con sus manos la tupida red metálica. Pudo ver que por fuera había un cristal con una esquina rota y le dio un vuelco al corazón. Se propuso despegar la malla y luego intentar subirse al pequeño alféizar. Desconocía que ambas tareas le resultarían imposibles a un niño de su edad y estatura, y menos en sus condiciones actuales. Dedicó un buen rato, pero consiguió despegar unos quince centímetros de malla tras varios períodos de trabajo y descanso ya que no aguantaba mucho tiempo en aquella postura. Estaba realmente excitado con los progresos que estaba obteniendo y parecía que por fin alguna esperanza podía albergar en su triste situación. Sabía que debía apurarse, ignoraba qué pasaría cuando el hombre volviese y se encontrase la malla suelta pero entendía que no sería nada bueno. No sería agradable, no, se repetía entre dientes mientras hurgaba con fuerza en las grapas metálicas que lentamente se iban soltando de su reborde. En esas estaba cuando escuchó el sonido de la puerta metálica de la entrada a la finca al abrirse lo dejó mudo y casi helado. Intentó ponerse de puntillas para ver qué ocurría fuera, pero como pasaban los minutos y no alcanzaba a vislumbrar ningún cambio decidió jugársela y se puso a gritar pidiendo auxilio. Tras más de media docena de gritos escuchó el inconfundible rumor de pasos acercarse a la ventana de su celda. Se trataba del cartero del barrio, que acercaba su cara de asombro al cristal roto, confundido e intrigado por el alboroto que de allí salía. El crío alcanzó a decir a gritos: Soy Jaime Jiménez García, soy Jaime Jiménez García…sáqueme de aquí, por favor, señor, soy Jaime Jiménez García. Era un grito lastimero que hizo que el funcionario diese un respingo hacia atrás, entre asustado y sorprendido. Tras unos segundos reaccionó y trató de tranquilizar al pequeño: está bien muchacho, no tengas miedo, le dijo.
Oyó como sus pasos se alejaban mientras cogía el teléfono móvil de su bolsillo, sintió sus fuerzas fallarle, se bajó del taburete, sentándose en su camastro no pudo evitar que  los ojos se le inundaron de lágrimas. Ya no pudo oír como su salvador se identificaba cuando le contestaron a su llamada ni como pronunciaba las frases siguientes: Vente para tu casa rápido; el mayor ha roto la malla y está dando gritos, menos mal que he pasado a devolverte las herramientas. Aquí te espero.

viernes, 3 de febrero de 2012

El Electricista ( Episodio I )

 Llevaba más de cuarenta minutos en aquella casa y no le transmitía buenas vibraciones. La casa reclamaba varias manos de pintura desde hacía al menos tres años y algunos arreglos exteriores eran evidentemente necesarios; casi parecía una casa abandonada o que se hubiera convertido en refugio de ocupas, los últimos años había habido algún caso en el barrio y eso tenía preocupados a los vecinos, algunos responsabilizaban a los ocupas del aumento de la delincuencia y la inseguridad que ahora se palpaba en unas calles otrora tranquilas y familiares. En alguna reunión vecinal reciente habían incluso surgido propuestas de patrulla urbana y similares, que él no había apoyado pero tampoco se había postulado en contra, creía que debía apoyar siempre lo que la comunidad demandaba y ayudar en lo que pudiera. Un robo en la zona, la presencia de extraños merodeando o la desaparición de algún niño eran  hechos que habían ido en aumento los últimos meses y todos debían estar atentos, se había dicho en las reuniones. En cambio al llegar lo había recibido una amable señora que rondaría los cuarenta años y que llevaba una preciosa niña morena de unos cuatro en sus brazos. Le explicó que le habían llamado para revisar la instalación eléctrica de la entrada de la vivienda y obtener un presupuesto del coste de su reparación. Un primer vistazo le indicó que seguramente tendrían alguna llave rota y esto le hacia contacto, lo que provocaba que saltase el limitador y cortase el servicio para toda la casa, por lo que habían optado por tener esa fase desconectada. Se lo comunicó a la propietaria y le vaticinó un coste moderado por lo que ella aceptó el trabajo. Era cuestión de ir comprobando paso a paso, sin prisa, pensaba mientras inconscientemente tarareaba una canción que sonaba en la radio mientras venía hacia aquí; ese era realmente el secreto de su oficio: comprobación y seguridad, seguridad y comprobación . La electricidad era una herramienta muy poderosa y una gran aliada, pero también podía ser mortal, cualquier profesional del gremio tendría alguna historia trágica que sostuviese esa máxima, así que procuraba no tener nunca prisa cuando trabajaba, si una encarga no se podía acabar en una mañana , se seguía por la tarde, y si se veía que por la noche no daría rematado, pues se dejaba todo bien asegurado y se continuaba a la mañana siguiente. Los últimos meses estaba un poco sobrepasado por el trabajo y estaba valorando contratar a algún ayudante para poder atender todo los encargos que le iban surgiendo, a raíz de la crisis la gente optaba por intentar arreglar viejos sistemas de calefacción o de aire acondicionado en lugar de comprarse unos nuevos. Así que tenía su pequeño almacén casero desbordado de calderas y calefactores que debía revisar, limpiar y reparar antes de volverlas a colocar en su ubicación original. Otras veces atendía llamadas como la que le ocupaba ahora de pequeñas averías domésticas, siempre que fuesen en su barrio ya que podía desplazarse cómodamente de paso que hacía alguna compra para casa y el concepto por desplazamiento no engordaba la factura en demasía. Concentrado como se hallaba en su tarea tardó un rato en percatarse de la presencia de alguien que lo observaba calladamente, se trataba de la cría que había visto al llegar que apoyada sobre el marco de la puerta de la cocina lo estudiaba curiosa. Era una preciosidad, pensó. Le calculó unos cinco años y la saludó con una mano enguantada, lo que hizo que la chiquilla se escondiese pudorosamente. Le gustaban los niños, aunque los prefería de una edad un poco mayor, se dijo, cuando ya te entienden y te pueden contar sus cosas, como los míos, a esa edad son perfectos. Desde que, tras una larga agonía, había muerto su madre, con la que se hallaba muy unido desde siempre, solamente el trato con los chavales le había otorgado un poco de paz y de esperanza; pensaba que sin ellos su vida sería un interminable infierno de soledad. Reanudó su tarea de inmediato para poder acabar lo antes posible, aunque nunca lo hacía en menos de una hora para que los dueños no pusieran pegas a sus honorarios, sabía que si lo hacía muy rápido no le darían valor a su trabajo, y si tardaba en exceso sembraría desconfianza en su seriedad, gajes de los trabajos en presencia del cliente. Al acabar de solucionar la avería y de recoger con una pequeña escoba y un recogedor que llevaba en su cajita de herramientas, llamó a la señora que estaba viendo la tele en la cocina con su hija, que agarraba una muñeca de trapo con fuerza, en el regazo. Le dio la nota y le explicó someramente el trabajo realizado, la señora no protestó el importe y cogiendo un monedero le alargó unos billetes esperando pacientemente su cambio. Se despidió guiñándole un ojo a la niña de ojos enormes y salió de la casa entrando en su furgoneta.

Llegó a casa con las bolsas de la compra y las dejó encima de la mesa, traía dos pizzas congeladas para la cena de esa noche y también unos yogures de fresa que le gustarían a los niños. Luego de guardar todo en la cocina bajó al sótano donde sabía que los encontraría. Saludó primero al mayor, Jaime, que le devolvió el saludo con una mirada indiferente, “estos críos, ya se sabe “ pensó mientras sonaba una música suave en sus oídos. Comprobó que todo estaba en orden y se fue a buscar al segundo, su favorito. Hola Andrés le dijo, cómo te encuentras, se interesó. El niño levantó la vista, alzando también una mano para resguardarse de la luz que entraba por la puerta abierta y que deslumbraba debido a la penumbra de la estancia. Le pareció que temblaba un poco y comprobó que la temperatura del lugar era la correcta y que la calefacción funcionaba. Te encuentras mejor, inquirió de nuevo. El crío rompió a llorar y entre sollozos llamaba a su madre. No se lo tomó como un desprecio, llevaba poco tiempo separado de ella y es normal que la echase de menos; ya se le pasará, pensó. Hoy tenemos pizza para la cena, ya verás como eso te anima, le dijo. La noticia no pareció causar el efecto esperado en el crío que continuó entre sollozos mientras él se alejaba por el pasillo.

Jaime, el mayor, tenía casi once años y siempre había sido un niño reservado pero curioso, moderadamente obediente y tozudamente independiente; a pesar de las advertencias de su padre sobre la peligrosidad de ciertos hábitos seguía yendo a jugar al viejo parque donde no tenía que esperar turno para subirse a los columpios, algunas veces otros niños también se acercaban allí, aunque la mayoría de las ocasiones pasaba varias horas en completa soledad disfrutando de su fértil fantasía. Cuando, hace ya tres meses, aquel vecino le llamó desde su vehículo por su propio nombre preguntándole por su padre y le indicó que se acercase, no dudó. Esta confianza fue lo último que recuerda antes que fuera empujado violentamente dentro de la furgoneta de la pequeña empresa de electricidad, a partir de ese instante un miedo inmenso le acompaña y la esperanza que todo esto acabe pronto y pueda volver a ver a su familia.

 Cuando el electricista cerró la puerta que separaba la parte de la casa destinada a los niños con el candado que colgaba de su alcayata, constató que dejaba de oír los sordos sollozos al subir el volumen del hilo musical y  se subió a preparar la cena tarareando la canción que se le había metido en la cabeza.