lunes, 13 de febrero de 2012

El Electricista ( Episodio II )


Escuchó el estruendo que hacía la puerta de acceso a su cárcel al cerrarla su captor y se quedó en silencio; oía al otro niño que seguía gimoteando, había tratado de hablarle, de tranquilizarle, pero solamente tras largos ratos de charla había conseguido que se calmase momentáneamente para volver a caer en un desconsolado llanto minutos más tarde. Lo habían traído hace ocho días y la primera noche no había emitido sonido alguno, por lo que había llegado a pensar que el alboroto hecho por su carcelero en la habitación contigua se trataba de algún movimiento de mobiliario u otra actividad desconocida para él. Pero los gritos del crío llamando a su madre lo habían despertado a la mañana siguiente y comprendió que debió de llegar dormido o quizá drogado. Trató de hablarle, buscando encontrar un aliado para salir de aquella situación, pero el vecino forzoso era demasiado joven para poder ayudarle y pasaba el tiempo entre sollozos o entregado al sueño, parecía que no se fiaba de la voz infantil que le llegaba del cuarto cercano y no solía contestarle o cuando rara vez lo hacía, no siempre parecía coherente así que en un par de días desistió de su empeño por sumarle a la causa y se limitó a tranquilizarlo; incluso perdió la esperanza de que le informase sobre el exterior, si sabía algo de su desaparición o si lo buscaban, o si sus padres habían hecho carteles con su foto, no pudo enterarse que su caso había sido rabiosa actualidad durante los primeros dos meses y ahora había caído en un injusto olvido al no tener nuevas líneas de investigación y una vez que las pesquisas e interrogatorios realizados no habían arrojado ninguna luz sobre su paradero. El empuje de nuevos acontecimientos había ido quitándole protagonismo a su caso hasta dejarlo como una noticia recurrente conforme iban cumpliéndose plazos desde su desaparición. Los medios más amarillistas, en su afán por atraer audiencia a costa de sacrificar principios éticos, habían llegado a consultar con una médium de sobrada popularidad y discutible acierto sobre su paradero y sobre la implicación de su familia en la desaparición. La pitonisa, tras una parafernalia ridícula, emitió entre sonidos guturales el resultado obtenido de  su conexión con un ente poderoso que le desveló infinidad de detalles genéricos y que no aportaban absolutamente nada nuevo al caso y también otra serie de insinuaciones lo suficientemente vagas para no poder ser llevada ante los tribunales por difamación y que en el futuro se podrían interpretar como aciertos sea cual fuere el desenlace del caso. No, no tenía forma de saber todo esto y sustentaba sus esperanzas en una inquebrantable fe en sus padres y en pensar que no lo dejarían caer en el olvido y seguirían buscándolo.
 Había pasado los primeros días envuelto en un pánico atroz que lo paralizaba y que no le dejaba ni dormir ni apenas comer; el tiempo parecía haberse detenido y solamente tenía noción del mismo por la claridad que arrojaba un pequeño tragaluz cubierto por una malla en la parte superior de su habitación y su aplastante soledad era disipada únicamente por la visita de su captor, que le solía hablar con una inquietante amabilidad y cercanía, como buscando su amistad. Al segundo día comprobó que esa amabilidad podía tornarse en violencia si no acataba sus órdenes, la lección le costó una bofetada sonora y dolorosa que lo dejó bloqueado durante varios minutos y un zumbido en el oído izquierdo de idéntica duración. El hombre que lo retenía solía ser silencioso y sumamente cuidadoso, tenía costumbres que no alcanzaba a entender: una noche, al poco de llegar a su lugar de cautiverio, se había despertado sobresaltado por un ruido sordo pero cercano y un escalofrío intenso recorrió toda su espalda cuando descubrió qué lo producía: en la penumbra, su secuestrador estaba sentado en el taburete de la estancia con la cabeza entre sus manos emitiendo unos gemidos lastimeros y apenas audibles con la mirada fija en el chiquillo. Este inquietante comportamiento duró lo que le parecieron unos quince minutos, luego se puso en pie, se limpió con el dorso de la mano las lágrimas y tan silenciosamente como había llegado se marchó. Él ya no pudo dormir esa noche.
Con el paso de los días intentó encontrar algún medio de salir de allí, pero no pudo planear nada con un mínimo de posibilidades de éxito. El hombre siempre cerraba la puerta tras de sí cuando bajaba a visitarlo guardándose la llave en su bolsillo, esto lo llevó a dirigir sus miradas al tragaluz. Estaba muy alto y le costaría trabajo incluso comprobar la  firmeza de la malla metálica, pero no se le ocurrió ninguna opción mejor. Se dispuso a intentarlo al día siguiente cuando el hombre se fuera tras traerles el desayuno; lo escuchaba arrancar el coche e irse casi todas las mañanas y normalmente tardaba varias horas en regresar. La rutina se cumplió y a la mañana, tras la visita de rigor, escuchó cómo arrancaba el coche y se ponía en marcha; no perdió más tiempo, movió con mucho esfuerzo su catre hasta que quedó bajo el pequeño ventanuco y colocó el taburete encima del colchón, a continuación y haciendo un ejercicio de equilibrismo, fue incorporándose desde ahí y comprobó que alcanzaba con sus manos la tupida red metálica. Pudo ver que por fuera había un cristal con una esquina rota y le dio un vuelco al corazón. Se propuso despegar la malla y luego intentar subirse al pequeño alféizar. Desconocía que ambas tareas le resultarían imposibles a un niño de su edad y estatura, y menos en sus condiciones actuales. Dedicó un buen rato, pero consiguió despegar unos quince centímetros de malla tras varios períodos de trabajo y descanso ya que no aguantaba mucho tiempo en aquella postura. Estaba realmente excitado con los progresos que estaba obteniendo y parecía que por fin alguna esperanza podía albergar en su triste situación. Sabía que debía apurarse, ignoraba qué pasaría cuando el hombre volviese y se encontrase la malla suelta pero entendía que no sería nada bueno. No sería agradable, no, se repetía entre dientes mientras hurgaba con fuerza en las grapas metálicas que lentamente se iban soltando de su reborde. En esas estaba cuando escuchó el sonido de la puerta metálica de la entrada a la finca al abrirse lo dejó mudo y casi helado. Intentó ponerse de puntillas para ver qué ocurría fuera, pero como pasaban los minutos y no alcanzaba a vislumbrar ningún cambio decidió jugársela y se puso a gritar pidiendo auxilio. Tras más de media docena de gritos escuchó el inconfundible rumor de pasos acercarse a la ventana de su celda. Se trataba del cartero del barrio, que acercaba su cara de asombro al cristal roto, confundido e intrigado por el alboroto que de allí salía. El crío alcanzó a decir a gritos: Soy Jaime Jiménez García, soy Jaime Jiménez García…sáqueme de aquí, por favor, señor, soy Jaime Jiménez García. Era un grito lastimero que hizo que el funcionario diese un respingo hacia atrás, entre asustado y sorprendido. Tras unos segundos reaccionó y trató de tranquilizar al pequeño: está bien muchacho, no tengas miedo, le dijo.
Oyó como sus pasos se alejaban mientras cogía el teléfono móvil de su bolsillo, sintió sus fuerzas fallarle, se bajó del taburete, sentándose en su camastro no pudo evitar que  los ojos se le inundaron de lágrimas. Ya no pudo oír como su salvador se identificaba cuando le contestaron a su llamada ni como pronunciaba las frases siguientes: Vente para tu casa rápido; el mayor ha roto la malla y está dando gritos, menos mal que he pasado a devolverte las herramientas. Aquí te espero.

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