viernes, 24 de febrero de 2012

El electricista III (Vázquez Pereira)


La acogida del Comisario Jefe fue todo lo escueta que la situación exigía: una bienvenida educada, llena de buenos deseos, de ofrecimiento de apoyo, de seguridad y confianza en su valía, todo ello condensado en un discurso de apenas treinta segundos. Él sostuvo su mirada mientras le estrechaba la mano y , con desgana, tomó asiento cuando su superior lo hizo en un cómodo sillón del modesto despacho; un cubículo sin ventanas y decorado con varias fotos de señores uniformados y algún que otro título que acreditaba la capacidad del titular del cargo, con un retrato del Rey Juan Carlos, que pedía a gritos una actualización, presidiendo la estancia por encima de un mástil con la bandera nacional. La actitud educada y ceremonial de su superior no indicaba ninguna emoción en particular, aunque estaba seguro que conocía las especiales circunstancias que le habían llevado a solicitar su traslado a la Comisaría Provincial. Una vez acabada la charla habitual en estos casos lo acompañó a su mesa y llegados allí se dirigió a los compañeros que se hallaban visiblemente atareados revisando papeles, consultando su ordenador o en animada charla entre ellos; Escuchad todos, este es vuestro nuevo compañero, Vázquez Pereira, se incorpora al departamento de Análisis de Inteligencia criminal , espero que le prestéis la máxima ayuda, sobre todo ahora, mientras se adapta. Vio que la mesa tenía varios montones de papeles esperando una mano amiga y deseándole suerte se alejó saludando cordialmente a otros compañeros.

La noche era desapacible, llovía con terquedad pero hacía calor. Habían estado en casa de su cuñado hasta después de las doce y la niña se había quedado ya dormida. Su cuñado insistió en que podían quedarse allí y por la mañana regresar a casa, luego de un sueño reparador, pero a él no le entusiasmaba el plan. De siempre prefería su cama para descansar y cuando formó una familia esta manía se acrecentó. Allí estaba en su propio reino, era su territorio y se sentía realmente cómodo. Parecía existir una complicidad implícita en su piso, llevaban siete años compartiéndolo y parecía haberse quedado pequeño con la llegada de Laura, su pequeña estrella, que pronto cumpliría el año y medio. Era increíble como la llegada de su hija le había cambiado la vida, fundamentalmente a nivel de prioridades. Ahora toda su vida se sometía al examen de preguntarse si era compatible con la cría; si quería quedar con alguien siempre tenía que valorar  si podría compaginarlo con su hija o quién se quedaría con ella, incluso a la hora de elegir muebles para casa, colores para las paredes o electrodomésticos que no resultaran peligrosos para los meses venideros cuando se incrementase la movilidad de la pequeña.

Bajo el sofisticado nombre de Análisis de Inteligencia Criminal se ocultaba un departamento que se limitaba a emitir informes sobre individuos con antecedentes criminales que ya habían pagado su deuda con la sociedad por delitos tales como pederastia, banda armada, incluso terrorismo o de “fichados” potencialmente peligrosos que se hallaban de paso en la zona , en otras ocasiones los avisos eran muy genéricos y no se llegaba a localizar la presencia de los individuos en cuestión. El Departamento lo formaban tres miembros que vieron con alivio su llegada ante la cantidad de trabajo acumulado que amenazaba con dejarles sin vacaciones de verano. El día de su incorporación solamente se encontraba allí Núñez, el más veterano y con quien ya había hablado por teléfono antes de decidirse a solicitar la plaza, que una vez desaparecido el Comisario depositó un café en la mesa y se presentó. Le puso al corriente de la rutina del trabajo y del cuadrante de turnos en el que ya figuraba su nombre y lo dejó para que se fuese adaptando a su puesto. No se demoró mucho en dominar los entresijos de su labor, bastante repetitiva y muy alejada de la imagen novelesca de investigación criminal. Al cabo de unos días ya parecía llevar años desarrollando esa función y empezó a curiosear por otros casos atrasados en el grupo de “pendientes”. Sabía que en una comisaría nunca se cerraba un caso sin resolver, cuando la investigación se quedaba sin acciones posibles o las pistas no conducían a una solución viable, pasaban a engrosar el montón de “pendientes” y con el paso de los meses a ser archivados en algún fichero cada vez más lejano y menos consultado. Luego de echarles un vistazo superficial no descubrió, en principio nada que no hubiera visto antes en otras comisarías, no obstante, al verlos con más detenimiento, le llamó la atención un caso del que había oído hablar en los medios nacionales: la desaparición de un menor en un parque. Ya habían pasado varios meses y se había quedado en vía muerta; ni los interrogatorios efectuados a familiares y vecinos ni las habituales investigaciones sobre pederastas fichados arrojó ningún resultado. Ahora había pasado a figurar en esa categoría de olvidados y, salvo la aparición de novedades trascendentales, ahí seguiría. Como en su labor diaria le sobraba tiempo, empezó a sumergirse en ese expediente con fruición, terminando por llevarse una copia a casa para repasar todos los detalles de la investigación y teniendo la esperanza de encontrar algo que se le hubiera pasado a los demás, algún detalle no valorado. No pasó nada de eso. Todo se había llevado bien y aún así no había señales del chaval, parecía que se lo hubiera tragado la tierra.

Belén, su mujer se recostó en el asiento del copiloto tras asegurar a su hija en la silla portabebés, le miró con cara de cansancio y le repitió que igual hubiera sido mejor plan haberse quedado ya que había sitio de sobras, aun sabiendo que la decisión ya estaba tomada de antemano. Él no le contestó, arrancó el coche y se puso a tararear la canción romántica que suave sonaba en el coche, antes que ella bajase más el volumen y acabara por apagar el reproductor, haciendo un gesto hacia la pequeña que dormía plácidamente. Apenas le quedaban un par de kilómetros para llegar a casa, cuando entrando en una curva vio unas luces que se abalanzaban sobre ellos, apenas tuvo tiempo de dar un brusco volantazo que no fue suficiente para evitar el brutal impacto. El estruendo metálico fue inmediato y una punzada dolorosa en su frente le acarició durante el segundo antes de perder el conocimiento. Se despertó tres días después en una habitación blanca y azul sin ventanas, notando que alguien le cogía la mano y le hablaba aunque sin saber qué le intentaban decir.

Cuando ya estaba por darse por vencido en el caso de la desaparición del menor, se le ocurrió que podría contrastar los datos de los fichados por delitos sexuales que se encontrasen en la ciudad en el momento de la desaparición; cualquiera que tuviera algún antecedente similar o incluso que hubiera sido denunciado por abuso o acoso sexual. Podría centrarse en ellos y ver si esa estrategia lo conducía a algún lado, no podría haber más de quince o veinte. Esa línea de investigación no se siguió con verdadero interés ya que la mayoría de pesquisas se enfocaron al entorno familiar del chiquillo por orden del Inspector encargado del caso que vio en un familiar enemistado y con carácter violento al posible responsable, aunque esa sospecha no se plasmó en resultados palpables. Tras la pesada labor de enfrentar los datos manualmente, llegó a la conclusión que tenía tres posibles candidatos: todos tenían antecedentes de tipo sexual, residían en la ciudad en la fecha de la desaparición y parecían no haber seguido ninguna clase de terapia para su rehabilitación. Los dos primeros fueron descartados cuando comprobó que ya se les había investigado y tenían coartadas sólidas, pero le llamó poderosamente la atención que el tercero no había sido investigado. Que fuera menor cuando lo había cometido sin duda había ayudado a que no se le tuviera en cuenta ya que la ley ordena que no se contabilicen los delitos cometidos antes de la edad adulta en los expedientes. Pero a él le parecía un punto de partida y se puso a estudiar al sujeto. Se trataba de un hombre joven, vivía solo, tenía ingresos regulares y un horario flexible. Realmente cuanto más lo valoraba más creía que podía encajar en el perfil que estaba buscando. Lo empezó a seguir durante varios días sin descubrir rutinas sospechosas por lo que se decidió a echar un vistazo en su casa aprovechando alguna de las numerosas ausencias del individuo en cuestión.

Le costó un buen rato entender que había pasado varios días en estado de coma inducido a pesar de las pacientes explicaciones del médico pero tardó menos en presentir lo que le había sucedido a su esposa y a su pequeña. La mirada de su madre cuando entró en la habitación y cómo le temblaban las manos lo alarmó. La alarma se convirtió en seguridad cuando preguntó abiertamente a su cuñado y éste, tras titubear un segundo, respondió con un tópico. Su mundo se derrumbó, notó al instante que un velo cubría sus ojos y una cuchilla interminable le desgarraba el pecho, se sintió caer mientras permanecía tumbado y en ese instante quiso morir, mejor dicho, le parecía estúpido seguir viviendo, seguir en solitario. Sabía que su vida nunca podría rehacerse, le arrebataron lo que tenía y todo lo que podría llegar a tener; nunca vería crecer a su hija, no podría volver a abrazarla, a mirarla entre sus brazos cuando se quedaba dormida con expresión de plena confianza y seguridad mientras besaba sus párpados. Sus ojos se inundaban al pensarlo y se sentía tan culpable mientras los porqués se le amontonaban en la casilla de salida a sabiendas que no tendría nunca la oportunidad de preguntarlos. Lo habían derrotado. Su corta convalecencia solamente le sirvió para comprobar que debía cambiar de aires, todo le recordaba a su pasado y así era imposible rehacerse. Su trabajo le supuso un salvavidas al que aferrarse para seguir respirando y para levantarse de cama todas las mañanas. Decidió pedir el traslado y ver si la vida le permitía recuperar el aliento o si , en verdad, su existencia había acabado en aquella carretera junto con los únicos amores de su vida.

Cuando vio marchar al sospechoso esperó unos minutos y cruzó el pequeño portal que cumplía una función más estética que defensiva. Un rápido vistazo al exterior y encontró una ventana que no estaba herméticamente cerrada, circunstancia que aprovechó para colarse en la vivienda. Recorrió con precaución la casa, no por temor a un encuentro no deseado, sino más bien por no alterar en nada el escenario y dejar todo inalterado si las sospechas no fructificaban. No encontró nada en los pisos superiores por lo que descendió al sótano. Allí la cosa cambió: se encontró una zona de herramientas, adhesivos, planchas de madera cortadas y demás utensilios para bricolaje, y una puerta con un candado. Su pulso se aceleró, golpeó suavemente la puerta con un nudillo esforzándose por captar alguna respuesta pero no consiguió oír nada; un vistazo a la mesa de trabajo le mostró un llavero colgado de una alcayata junto a la lavadora, lo alcanzó y se dispuso a probar suerte con el candado. A la primera acertó con la llave, descolgó el candado y empujó la puerta. Quedó un instante en silencio pero no alcanzó a percibir ningún sonido por lo que avanzó entre la penumbra reinante. Descubrió una puerta de una habitación y la abrió. Lo que allí descubrió le sorprendió: una cama perfectamente hecha, un taburete …y nada más. Sin duda había llegado demasiado pronto o demasiado tarde a la guarida del monstruo, se dijo. Dejando todo como lo había encontrado, volvió a cerrar el candado y a dejar el llavero en su sitio, al lado de un montón de ropa sucia donde destacaba el uniforme de Correos y se deslizó fuera de la casa con sensaciones contradictorias.

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