En un rincón se encontraba el mago, sentado sobre una caja con material eléctrico y rodeado de infinidad de cachivaches: sacos terreros para el uso de la tramoya, baúles rebosando ropajes raídos de funciones ya olvidadas, focos estropeados en su mayoría o apartados por haber quedado obsoletos, pilas de cortinones viejos que se utilizaban para reparar el telón o que algún artista  apañaba para un número tras un minucioso lavado de cara…, la poca luz reinante no impedía adivinar que su gesto era de preocupación. Se hallaba ensimismado con la cabeza apoyada en sus manos y sus codos en sus rodillas, sin importarle demasiado que los demás componentes de la troupe le vieran en una pose tan distinta a su porte habitual, tampoco las circunstancias eran las habituales. Su nombre artístico era El Gran Letheff, un nombre que no significaba nada pero que le había gustado como sonaba cuando decidió cambiarse el que había llevado los primeros años de oficio, El increíble Rodrigo, pero un personaje de radionovela con querencia a los amoríos prohibidos  con el mismo nombre le había restado credibilidad y optó por rebautizarse. Su verdadero nombre solamente lo conocían media docena de íntimos y restringía su uso a hoteles y aeropuertos, lugares donde un pase de manos y su voz profunda no libraba a uno de identificarse como Dios manda. Aunque la mayoría de los hoteles donde se alojaba no eran lujosos, ni mucho menos, prefería llegar con la documentación por delante para evitarse algún tropiezo con las autoridades locales, algún percance que pudiera poner en riesgo su habitual rutina de trabajo o de ensayos. Era muy meticuloso en la organización de su tiempo, eso le ayudaba a mantener una disciplina que le ahorraba gastos inútiles o despistes que en su oficio pudieran resultar fatales. Realmente le encantaba lo que hacía, desde niño había sentido una fascinación por el ilusionismo y los juegos de manos. En la actualidad su mundillo había cambiado tanto que apenas podía reconocerlo; seguía manteniendo mucho de su espíritu, claro está, pero se habían ido colando nuevos elementos y  moderna tecnología hasta el punto que algunos compañeros parecían más una mezcla de químicos y técnicos de luz que verdaderos magos. Él también había evolucionado, era imprescindible en el negocio, pero mantenía la esencia. Veía la magia como una colección de premisas incorrectas, de presunción de datos, de presentación de hechos inciertos y  de artilugios trucados al servicio del profesional y de su pericia. Todo ello aderezado con el conocimiento de la iluminación adecuada así como del conocimiento cada vez más exhaustivo del cerebro humano y de sus capacidades de percepción, para lograr encontrar nuevas formas de engaño. El mago no engaña al ojo, engaña al cerebro y cuenta con un aliado poderoso: el ansia del público por descubrir el truco lo vuelve predecible. Había utilizado distintas disciplinas en sus espectáculos: juegos con cartas y monedas, cajas de espejos, transposición de dados , varitas con flores o animales, cajones trucados… siempre en función del tamaño del recinto donde se pudiera representar y la distancia y colocación del público. Desde hacía unos años no variaba su número de forma sustancial, solamente añadía algunos retoques para contentar a los parroquianos e incluso tenía algún truco en falsa improvisación que solía gustar mucho. Desde hacía tres años que su número estrella era “la guillotina mortal”, era éste un truco que exigía concentración y capacidad teatral, tanto de él como de su ayudante, no era de máxima dificultad realmente aunque sí de mucha espectacularidad. Comenzó a prepararlo cuando pudo encargar a un maestro ebanista la construcción del artilugio siguiendo sus indicaciones y un esquema explicativo que llevaba desde hacía años en su maleta aguardando la decisión y el dinero necesario. Consistía en introducir a su ayudante en una caja de madera sobre la que caía una guillotina situada a metro y medio, con un aspecto aterrador y un brillo metálico que congelaba la sonrisa. El número era bastante sencillo: su ayudante se tumbaba en la caja y tras acomodarse dejaba ver sus pies por el fondo de la misma, luego la hoja descendía violentamente y la ayudante seguía moviendo sus pies y sonriendo con exagerada alegría mientras parecía estar partida por la barrera metálica; el truco, claro está, residía en otra ayudante escondida en el doble fondo de la caja, que cuando él presionaba un pasador oculto a la vista del público, sacaba sus pies por el fondo y permitía que la “titular” se encogiese en el espacio que le restaba desde la almohada hasta donde caía la hoja, quedando a salvo del impacto. Para hacerlo tenían que tener una buena coordinación ya que se hacían varios amagos y las ayudantes debían esperar una señal suya para dar el “cambiazo” y que los espectadores comprobasen hasta el último momento que la “víctima” no tenía escapatoria ni la caja truco. Era la guinda de su actuación y el prólogo consistía en unos juegos de manos con sombrero y palomas o conejos, según la compañía tuviese a bien proporcionarle, aunque él prefería los conejos ya que las palomas eran más nerviosas y su aleteo podía deslucir el show. Hacía dos meses que le acompañaba una nueva ayudante, Sonia,  que había sustituido a Nerea, su anterior ayudante y que llevaba con él desde sus inicios. Nerea le había advertido unos meses atrás su intención de dejar el negocio ya que quería casarse y sentar la cabeza. No dejaba de tener gracia la expresión de “sentar la cabeza” en una antigua contorsionista que lo podía hacer literalmente cuando le viniera en gana. Llevaba más de un año de noviazgo serio con Arturo, el pianista que solía amenizar los entreactos, proporcionaba banda sonora a las fiestas y acompañaba al cantante de turno que acostumbraba tener la compañía; el hombre estaba dispuesto a retirarla de la actividad teatral y ponerla a cuidar niños a poco que se descuidase y parece que a ella no le disgustaba la idea o quizá ya estaba harta de andar dando tumbos de ciudad en ciudad y de teatro en teatro. Alguna que otra vez imaginó que Nerea sentía por él algo más que un afectuoso cariño profesional, pero jamás se atrevió a comprobar si sus sospechas eran ciertas y tampoco ella había dado pasos en esa dirección, al menos no tan claros para que él se percatase. Y no se trataba de que no fuese una mujer atractiva, que lo era y mucho con su larga melena negra y su bonita figura, o que a él no le atrajesen las mujeres, sino que se regía por unas normas generales de conducta, entre las que estaban no beber ni gota de alcohol antes de la función, no meterse nunca en peleas, no cantar por aquello de cuidar su tono de voz y …no tener amoríos con compañeras de profesión. El cumplimiento de esta norma hacía que sus posibilidades se redujesen al personal de los hoteles que visitaba y alguna camarera de algún bar de los que frecuentaban al finalizar la jornada, pero él lo asumía como parte del sacrificio que requería el oficio, casi como un monje del ilusionismo, le gustaba pensar. Nunca había sufrido ningún percance digno de mención y los pequeños tropiezos que hubieran podido ocurrir se disimulaban con un guiño, una broma fácil o una disculpa de la ayudante. Hasta hoy. Se acababa de marchar el Inspector Martínez de la policía, que le había estado tomando declaración. “No salga de la ciudad sin avisarnos” le había advertido. Y, aunque su rostro hierático impedía sacar muchas conclusiones, parecía satisfecho con las pesquisas realizadas y las pruebas obtenidas. Había tomado nota de lo que el mago le había contado,  también había escrito los pareceres de varios miembros de la compañía  y del testimonio de la segunda ayudante. De su asistente titular, de  Sonia, no podría nadie obtener ya ninguna palabra más. El Inspector había comprobado como el mecanismo secreto de la caja donde realizaba su truco estrella, el pasador que impedía que la hoja dañase a su ayudante se encontraba en mal estado y probablemente a causa del óxido y una mala conservación se había roto, no permitiendo el rápido escape de la chica y causando la tragedia. A pesar de la rápida evacuación al hospital, era evidente que ya nada se podría hacer y el fatal desenlace se confirmó en apenas media hora. Ahora solamente le restaba recoger sus cosas con calma y volverse al hotel, al día siguiente no habría función y seguro que los policías requerirían su presencia para los formalismos propios del caso. La “guillotina mortal” , que al fin había cumplido su amenaza, debía quedarse allí y solamente fue recogiendo el material más ligero y ajeno a ese número. Recogió las varas y cajas que solía trasladar al teatro siempre y  también sus deslumbrantes trajes negros con camisas blancas muy almidonadas…precisamente de una de ellas se cayó un trozo de papel que se apresuró a recoger en un gesto instintivo. La nota decía : “O anuncias ya la fecha de la boda o anunciaré yo que me has engañado y abusado de mí, no volverás a trabajar nunca, no quiero subir a un altar con la barriga hinchada . Sabes que lo haré. Sonia”. Mientras encendía una cerilla y le prendía fuego, una sutil e inquietante sonrisa se le dibujó en el rostro.
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